PARA ENTENDER LA GLOBALIZACIÓN
Alberto Moncada
Hay entusiastas de la globalización que la ven como el paraíso del consumidor. «Las zapatillas de tenis cuestan ahora la mitad que hace diez años», proclaman gozosos, pero lo que no nos cuentan es que esas zapatillas están fabricadas en talleres tercermundistas donde los trabajadores, muchos niños, cobran una miseria y carecen de derechos. Algunos de esos talleres son cárceles chinas desde donde las mercancías viajan al mundo rico en barcos contenedores que violan las reglas de navegación y son un peligro creciente para el mar.
Es la otra cara de la globalización, último capítulo de la época colonial en la que el capital goza de más libertad que nunca. Libertad para la circulación irrestricta de mercancías, tecnologías y dinero por encima de unas fronteras cada vez más abiertas a las empresas multinacionales que han logrado imponer sus reglas a los Estados con la protección de los tres organismos que les apoyan, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio, escasamente democráticos y que sirven a los intereses de los poderosos.
Por el contrario, disminuye la importancia de la ONU, que sufre la animadversión del gobierno norteamericano, convertido en apéndice militar de esa coalición internacional de intereses supranacionales y que, desaparecido el comunismo, ha diseñado un nuevo enemigo, el terrorismo, que legitima la creación de otro patriotismo internacional y, por supuesto, el mantenimiento de una potente industria de armamentos.
La globalización al servicio de las empresas multinacionales es paralela a la disminución del Estado bienestar, con servicios crecientemente privatizados e impuestos progresivamente disminuidos. Una parte importante de los beneficios de las multinacionales van a parar a paraísos fiscales, evitando su tributación ni siquiera en el país en el que está situada la central de la empresa. Y, crecientemente, las mismas empresas tienen su domicilio en esos paraísos.
Por eso se puede hablar de empresas extraterritoriales, de una nueva clase económica sin lealtades nacionales, es decir, de la globalización como la nueva etapa de un colonialismo sin faz. Ya no hay colonialismo desde Europa, desde América, sino desde las redes multinacionales.
Contra esta situación se alzan ya muchas voces, desde la antiglobalización o desde la alterglobalización porque muchos creen que hay que beneficiarse de los efectos positivos de la nueva situación pero evitar los negativos. ¿Cómo? El camino ha sido ya señalado desde tantas instancias, incluyendo la ONU: hay que profundizar en la democratización de las instituciones nacionales e internacionales y hay que avanzar en la protección de los derechos humanos.
La democratización supranacional requiere que la ONU sea la única protagonista de un poder que exija a los estados y a las multinacionales cumplir las leyes internacionales y tenga los medios para hacer efectivo ese cumplimiento. Es una tarea de largo recorrido dada la hasta ahora subordinación de la ONU a los estados más fuertes y su déficit organizativo.
La lógica de los derechos humanos, a su vez, significa un giro sustancial en la organización de la convivencia. Hasta ahora prima la lógica del capital, del beneficio y sólo una pequeña parte de él, en forma de impuestos, se transforma en servicios, en protección a las personas. Si no hay impuestos, no hay servicios ni protección salvo los que se consiguen en el mercado, es decir, pagando un precio, tantas veces inasequible para las mayorías pobres.
Pero el reconocimiento de los derechos humanos para todos significa que cualquiera, doquiera esté, debe tener garantizados la salud, la educación, el techo y algunos otros. ¿Quién es el responsable de satisfacer ese reconocimiento? ¿Cómo se puede evitar que los derechos de todos estén condicionados por los intereses de unos pocos? Esas son las preguntas que hay que contestar desde la lógica de los derechos humanos, que, como la democracia, significan un paso adelante en la calidad de vida de la humanidad. La desigualdad humana es insultante.
Los millones de muertes infantiles por infecciones, carencia de agua potable, etcétera, son sólo un elemento demostrativo de dramático perfil. Pero hay muchos más como la creciente disminución de la calidad universal de los bienes comunes, el aire, el agua o esa escalofriante cifra de ochocientos millones de famélicos frente a ochocientos millones de obesos que presentan las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud.
Para participar personalmente en este proceso hay que concienciarse. La lógica del capital nos quiere consumidores y teleadictos. La lógica de los derechos humanos nos necesita como ciudadanos activos. Entender la globalización es una asignatura obligatoria para las nuevas generaciones y un ejercicio de reeducación para los adultos.
A. Moncada integra Sociólogos sin Fronteras; publicado en el periódico Levante, Noviembre 2006.
Se reproduce en nuestro sitio únicamente con fines informativos y educativos.
Alberto Moncada
Hay entusiastas de la globalización que la ven como el paraíso del consumidor. «Las zapatillas de tenis cuestan ahora la mitad que hace diez años», proclaman gozosos, pero lo que no nos cuentan es que esas zapatillas están fabricadas en talleres tercermundistas donde los trabajadores, muchos niños, cobran una miseria y carecen de derechos. Algunos de esos talleres son cárceles chinas desde donde las mercancías viajan al mundo rico en barcos contenedores que violan las reglas de navegación y son un peligro creciente para el mar.
Es la otra cara de la globalización, último capítulo de la época colonial en la que el capital goza de más libertad que nunca. Libertad para la circulación irrestricta de mercancías, tecnologías y dinero por encima de unas fronteras cada vez más abiertas a las empresas multinacionales que han logrado imponer sus reglas a los Estados con la protección de los tres organismos que les apoyan, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio, escasamente democráticos y que sirven a los intereses de los poderosos.
Por el contrario, disminuye la importancia de la ONU, que sufre la animadversión del gobierno norteamericano, convertido en apéndice militar de esa coalición internacional de intereses supranacionales y que, desaparecido el comunismo, ha diseñado un nuevo enemigo, el terrorismo, que legitima la creación de otro patriotismo internacional y, por supuesto, el mantenimiento de una potente industria de armamentos.
La globalización al servicio de las empresas multinacionales es paralela a la disminución del Estado bienestar, con servicios crecientemente privatizados e impuestos progresivamente disminuidos. Una parte importante de los beneficios de las multinacionales van a parar a paraísos fiscales, evitando su tributación ni siquiera en el país en el que está situada la central de la empresa. Y, crecientemente, las mismas empresas tienen su domicilio en esos paraísos.
Por eso se puede hablar de empresas extraterritoriales, de una nueva clase económica sin lealtades nacionales, es decir, de la globalización como la nueva etapa de un colonialismo sin faz. Ya no hay colonialismo desde Europa, desde América, sino desde las redes multinacionales.
Contra esta situación se alzan ya muchas voces, desde la antiglobalización o desde la alterglobalización porque muchos creen que hay que beneficiarse de los efectos positivos de la nueva situación pero evitar los negativos. ¿Cómo? El camino ha sido ya señalado desde tantas instancias, incluyendo la ONU: hay que profundizar en la democratización de las instituciones nacionales e internacionales y hay que avanzar en la protección de los derechos humanos.
La democratización supranacional requiere que la ONU sea la única protagonista de un poder que exija a los estados y a las multinacionales cumplir las leyes internacionales y tenga los medios para hacer efectivo ese cumplimiento. Es una tarea de largo recorrido dada la hasta ahora subordinación de la ONU a los estados más fuertes y su déficit organizativo.
La lógica de los derechos humanos, a su vez, significa un giro sustancial en la organización de la convivencia. Hasta ahora prima la lógica del capital, del beneficio y sólo una pequeña parte de él, en forma de impuestos, se transforma en servicios, en protección a las personas. Si no hay impuestos, no hay servicios ni protección salvo los que se consiguen en el mercado, es decir, pagando un precio, tantas veces inasequible para las mayorías pobres.
Pero el reconocimiento de los derechos humanos para todos significa que cualquiera, doquiera esté, debe tener garantizados la salud, la educación, el techo y algunos otros. ¿Quién es el responsable de satisfacer ese reconocimiento? ¿Cómo se puede evitar que los derechos de todos estén condicionados por los intereses de unos pocos? Esas son las preguntas que hay que contestar desde la lógica de los derechos humanos, que, como la democracia, significan un paso adelante en la calidad de vida de la humanidad. La desigualdad humana es insultante.
Los millones de muertes infantiles por infecciones, carencia de agua potable, etcétera, son sólo un elemento demostrativo de dramático perfil. Pero hay muchos más como la creciente disminución de la calidad universal de los bienes comunes, el aire, el agua o esa escalofriante cifra de ochocientos millones de famélicos frente a ochocientos millones de obesos que presentan las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud.
Para participar personalmente en este proceso hay que concienciarse. La lógica del capital nos quiere consumidores y teleadictos. La lógica de los derechos humanos nos necesita como ciudadanos activos. Entender la globalización es una asignatura obligatoria para las nuevas generaciones y un ejercicio de reeducación para los adultos.
A. Moncada integra Sociólogos sin Fronteras; publicado en el periódico Levante, Noviembre 2006.
Se reproduce en nuestro sitio únicamente con fines informativos y educativos.
No comments:
Post a Comment