LA RELACION PATRIA-GOLA EN LA IDEOLOGIA SIONISTA
ELIEZER SCHWEID
ELIEZER SCHWEID
[2] Eliezer Schweid es uno de los más destacados profesores de filosofía judía en la Universidad Hebrea de Jerusalén
El pensamiento de los "padres del sionismo" sobre la relación patria-golá puede ser sintetizado en dos esquemas. E1 primero de ellos encontró su formulación más exacta en la doctrina de Herzl y el segundo, en la de Ajad-Haam. Herzl basó la creación de su "Estado judío" en una acción política de gran envergadura llamada a resolver radicalmente el "problema de los judíos" de la diáspora, a ganar la aprobación internacional para la erección de dicho Estado, y a asentar posteriormente en el mismo a todos los judíos que lo deseasen. En el pensamiento de Herzl, la concreción de su programa abriría una disyuntiva decisiva: quienes ascendiesen a Eretz-Israel seguirían siendo judíos y vivirían en su propio país y en su propio Estado, mientras que los que no deseasen inmigrar a él podrían asimilarse fácilmente a su medio gracias a la salida masiva de quienes no fuesen capaces de asimilarse. A estar a este enfoque, el problema de las relaciones entre la patria y la golá dejaría de existir. La diáspora estaba llamada a edificar la patria y a desaparecer. Contrariamente a Herzl, Ajad-Haam concibió la concreción del sionismo como un desenvolvimiento tan lento que no tendría la menor posibilidad de resolver la "cuestión de los judíos". En primer lugar -sostuvo- ese prolongado proceso no aliviaría las insoportables penurias de las masas judías del este de Europa y, en segundo lugar, incluso pasado mucho tiempo Eretz Israel no acabaría de absorber a todo el pueblo judío. La mayoría de éste, identificándose como judía, permanecería en la diáspora. La tarea del sionismo, por eso, era la de hallar solución al "problema del judaísmo" y no "de los judíos" y ese "problema del judaísmo" consistía en asegurar la continuación de la existencia del pueblo judío como conglomerado específico, incluso sin tener ninguna perspectiva de liberarse totalmente de la diáspora y a pesar de que las condiciones modernas conmovían los marcos de su fe y el estilo de vida religioso que lo habían caracterizado anteriormente. Fue así que en el juego entre la patria y la diáspora, la concepción ajad-haámica concedió preferencia al factor pedagógico-cultural y no al político. La misma empresa de población de la Tierra de Israel y de edificación de una sociedad judía independiente y capaz de una creación espiritual propia, le brindaría al pueblo judío un punto de apoyo para frenar el proceso de la asimilación diaspórica. Es decir, amparándose en la colonización de Eretz Israel había que promover en la diáspora una vasta labor educativa y cultural llamada a detener la asimilación, a capacitar elementos idealistas para que cooperasen en la construcción de Eretz Israel y a crear la nueva base de la identificación cultural no religiosa de todo el pueblo. Una vez surgido el centro judío en la Tierra de Israel, éste serviría de foco de identificación nacional: los judíos de la diáspora se sentirían orgullosos de su patria, dejarían de verse a sí mismos como parias, y adquirirían un centro espiritual propio que los liberaría de la influencia de focos de imitación ajenos. Eretz Israel judía pasaría a ser el faro espiritual que iluminaría la existencia del pueblo judío en la diáspora. Para sintetizar lo antedicho, mientras que para Hertzl la diáspora debía erigir la patria y desaparecer, según Ajad-Haam la diáspora debía edificar la patria para poder sobrevivir apoyándose en ella.
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Los dos esquemas también pueden ser concebidos como expresión de sendas etapas en la cristalización del sionismo como movimiento de redención nacional del pueblo judío en la Edad Moderna. En la primera fase, que es la que expresa vivamente la conmoción que provoca la conciencia del derrumbe de las esperanzas nacidas con la Emancipación, el sionismo cristaliza como un movimiento que tiende a una solución íntegra y definitiva. La distinción entre “la cuestión judía” y “la cuestión judaica” – el problema de los judíos y el del judaísmo – ni siquiera se vislumbra. Se trata del anverso y del reverso de una misma moneda. Si los precursores y los arquitectos del sionismo tuvieron presente el ejemplo de los movimientos nacionales europeos, también ellos bregaron, como éstos, por una salida terminante y simple. En el caso judío, esa salida fue la redención de la diáspora. Ese estilo de pensamiento no fue característico sólo de Herzl, sino también de Lilienblum y de Pinsker en Europa oriental. Y si los portaestandartes del sionismo religioso se limitaron en un comienzo a una obra colonizadora limitada, paulatina, ello se debió a que en su concepción, esos primeros pasos dados por el pueblo mismo y por su iniciativa tendían meramente a preparar la redención mesiánica, total, a cargo de la Divina Providencia. La segunda de las fases es la que exterioriza la reacción ante los primeros pasos de la realización sionista y el temor a que esas esperanzas mesiánicas tan grandes tuviesen probabilidades muy limitadas de concreción. Como el riesgo de un estruendoso fracaso es demasiado tangible, se intenta modelar el movimiento sionista como una fuerza que tienda a lograr una solución parcial, de modo de asegurar al pueblo judío contra una dilución total. Parecería que ambas reacciones continuaron vivas en el movimiento sionista, coexistiendo como dos distintos modos de apreciación realista de la situación judía en la Edad Moderna, y como dos estilos de expectación utópica en cuanto al futuro: por un lado, un enfoque realista de las posibilidades de supervivencia del pueblo judío en las condiciones modernas, sumado a una visión utópica de las posibilidades de una solución íntegra del problema mediante la edificación de Eretz Israel; y por el otro una apreciación realista de las posibilidades de lograr una solución íntegra con la construcción de Eretz Israel, sumada a la esperanza utópica de sobrevivir en la diáspora. La cruel alternativa expresa el dilema actual del sionismo. El pueblo judío no tiene futuro en la diáspora. Pero siendo ello así, ¿cómo podrá llegar a una solución plena de su problema en Eretz Israel? El pensamiento sionista encalló en la alternativa de sucesivas decepciones y esperanzas y el pensamiento de los padres del sionismo refleja fielmente esa actitud ambivalente, conflictual entre los dos polos descriptos, en procura de un común denominador que les posibilitase la prosecución del quehacer diario del movimiento.
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El párrafo precedente apunta a la significación que la discrepancia entre Herzl y Ajad-Haam conserva en nuestros días. Pero tenemos el deber de precisar que en ninguno de los esquemas se encara concretamente la cuestión de las relaciones entre la patria y la golá. La cosa está fuera de toda duda en cuanto a Herzl, que se opuso a una colonización paulatina y bregó por una salida política que eliminase la doble realidad de la patria y del galut. Pero tampoco Ajad-Haam enfocó la relación entre Eretz Israel y el exilio como una vía de influencia recíproca. Para él, Eretz Israel era una obra en pañales que él contemplaba desde su perspectiva de miembro establecido en el exilio del movimiento de "Amantes de Sión". No es de extrañar, entonces, que incluso su enfoque del futuro acuse esa misma perspectiva y carezca de 1a dimensión de lo concreto. Lo único que en su doctrina se ubica en el plano de lo práctico es la actitud que el judío diaspórico de su tiempo debía adoptar para salvar al pueblo judío de la asimilación y de la extinción. Creo no faltar a la verdad al afirmar que hasta su visión futura de un centro espiritual no tuvo otra finalidad que la de permitir en su momento una exitosa actividad educativa a ubicarse, naturalmente, en la diáspora. Es que la esencia concreta del enfrentamiento entre Herzl y Ajad-Haam consistió precisamente en la acción educativo-cultural a desarrollar en el exilio. Herzl veía en ella algo superfluo y perjudicial, ya que amenazaba con crear un grave desgarramiento entre el sionismo religioso y el laico en circunstancias en que el objetivo político reclamaba imperiosamente la unidad en torno de un programa común. Ajad-Haam, en cambio, veía en ella lo esencial. Como no tenía fe en la acción política, estaba dispuesto a librar la lucha que permitiese ubicar los elementos del consenso espiritual. De un modo u otro, lo que se daba concretamente era un enfrentamiento entre dos conceptos acerca de cómo debía obrar el pueblo judío en la diáspora, mientras soñaba con una Eretz Israel cuya construcción no dejaba de ser un proyecto acariciado para el futuro. Si ese enfrentamiento contiene hoy en día un reto para el pensamiento sionista contemporáneo, éste consiste en valorar adecuadamente la realidad judía de la diáspora: ¿Podrá subsistir el pueblo judío en la golá? Si la respuesta que cabe es afirmativa habría que precisar las condiciones para ello, y si es negativa, cabría señalar, entonces, cuál es la solución que cuadra.
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La consideración de tales interrogantes nos compromete a analizar uno de los más descollantes principios del sionismo clásico: el de "la negación de la diáspora". A pesar de la diametral diferencia entre Herzl y Ajad-Haam, ambos sustentan esa misma premisa. Puede afirmarse, como norma, que "1a negación de la diáspora" es el elemento de signo negativo en el común denominador de todas las corrientes sionistas. No obstante ello, se dieron diferencias de matices cuya importancia es muy grande por su incidencia sobre el debate en torno al objetivo positivo del sionismo y sus vías de concreción.
Encaremos primeramente esa "negación de la golá" en su exteriorización más sencilla: la de reacción ante el fracaso de las esperanzas de emancipación. A pesar de que el judío renunció a su especificidad nacional y religiosa y evidenció su disposición a asimilarse a la cultura europea, la sociedad continuó considerándolo un extrañé. Aunque la oposición con que tropezaba era atribuida a veces a razones religiosas, otras a causas raciales y otras a motivos económicos, lo cierto era que su sentido fue siempre uno: el judío era tenido por elemento foráneo infiltrado en la sociedad. La ola de persecuciones antisemitas que arrastró consigo no únicamente a las masas ignorantes sino también a la élite culta, y que incluso fue apoyada a veces desde la cima del poder, les demostró a los judíos su imposibilidad de incorporarse a los países de su dispersión como ciudadanos iguales a los demás. Pero por otro lado, los judíos se resistían a aceptar su destino de seres discriminados, humillados y perseguidos. El judío expuesto a la influencia de la moderna cultura europea reclama para sí todos los derechos cívicos y, al revés de sus antepasados, ya no ve sentido a sus penurias. Es por eso que ni como individuos ni como pueblo, los judíos conciben su futuro en la golá. Y téngase presente que el sentido de la diáspora, en el contexto que tratamos, es el de la situación de una minoría nacional que en los países en los que vive carece del derecho de propiedad sobre un territorio determinado y del marco político que pueda proteger su existencia y sus derechos. Por lo tanto, la acepción que aquí tiene la "negación de la golá" es la de negación de la situación de una minoría carente de territorio y de soberanía propias, es decir, desprovista de los me-dios que le permitirían defenderse y asumir por sí misma la responsabilidad por su existencia.
A esa concepción, que puede caracterizarse como común a pensadores judíos de la talla de Lilienblum, Pinsker, Herzl y Nordau, cabe agregar la dimensión particular que le fue conferida, en la teoría de un socialista como Bórojov. Su pensamiento es importante en cuanto suministra la respuesta a las nuevas esperanzas de éxito de la Emancipación. Así como Pinsker y Herzl se decepcionaron de la posibilidad de una emancipación de contenido liberal, Bórojov alertó contra las expectativas despertadas entre los judíos por el movimiento socialista. El movimiento liberal ya se había puesto al descubierto en la práctica, mientras que el socialismo aparecía pregonando la aurora del mañana. Bórojov no negó la premisa de que la concreción del socialismo haría a un lado las causas de las tensiones entre clases y pueblos, incluyendo las que se daban entre judíos y gentiles. Pero él entendió que en la marcha hacia la realización socialista la suerte de los judíos se agravaría seriamente. La lucha de clases que precedería a la victoria obrera desgasta-ría a los judíos confinados a la clase media. Las persecuciones y los pogromos se intensificarían, se reducirían las fuentes económicas de su subsistencia, y el pueblo no lograría resistir el cúmulo de las penurias económicas, sociales y morales. La visión del futuro bosquejada por el socialista Bórojov encerró entonces una negación todavía más rotunda de la diáspora y cobró conciencia de lo apremiante de la hora. Los judíos no podían perder tiempo; debían salvarse antes de que fuese tarde. De modo que en la doctrina de Bórojov no sólo se acentuó la conciencia de que la diáspora judía carecía de futuro, sino que el mismo concepto de la diáspora cobró una nueva dimensión. Ya no se trató de la situación de una minoría nacional carente de territorio y de soberanía, sino de una existencia socio-económica distorsionada. El pueblo judío carecía de una base adecuada para subsistir económicamente. Su vida económica era parasitaria, por lo que despertaba la resistencia del medio, estando desprovisto él de toda defensa. De este modo, la negación de la diáspora incluía también la de los oficios y la de los medios de vida de los judíos en los países de su dispersión; mientras que la redención cobraba además el sentido de una osada transformación socio-económica del pueblo.
A ese enfoque añadió Ajad-Haam la dimensión de la vida socio-cultural. Su sensibilidad ante la falta de una posesión terrena y de una soberanía política fue mucho menor que la de Pinsker y Herzl; la atención que dedicó a las penurias económicas no cedió a la de Bórojov si bien no las analizó con instrumentos científicos o ideológicos precisos; con todo, lo que lo absorbió fue fundamentalmente la inferioridad socio-cultural de su pueblo. Ajad-Haam veía en la vida judía en los países de occidente una "servidumbre en medio de la libertad" cuya manifestación más peligrosa era la "imitación nacida del propio menosprecio", es decir, el autodesdén nacional de los judíos frente a la atracción que sentían por la cultura nacional del medio, no por la superioridad intrínseca de ésta sino por sus prerrogativas de dominio; en los países de oriente veía Ajad-Haam la cerrazón y la fosilización ortodoxa, que se aferraba a lo antiguo no por ser bueno, sino por ser vetusto. El nuevo desarrollo cultural era magro; las nuevas generaciones judías no contaban con la posibilidad de una vida judía plena y hasta hacían violentamente a un lado todo lo tenido por judaísmo. Esa era para él la más grave amenaza que se cernía sobre el futuro del pueblo judío. Para él, la diáspora -sobre todo en su sentido moderno- era una realidad de automenosprecio nacional frente a la potestad de la cultura ajena y de atrofia de la propia creación cultural; el retorno a la patria, entonces, cobraba toda la relevancia de una redención de la diáspora en el sentido de creación de las condiciones que hicieran posible un desarrollo nacional a partir de las fuentes propias y de la elección consciente de la influencia exterior que armonizara con las propias pautas.
Las expresiones más rotundas de la "negación de la diáspora" sumaron todos los criterios descriptos y se sintetizaron en una formulación sumamente radical. Para escritores como Mija Iosef Berdichevsky y Iosef Jaim Brener, la diáspora no es solamente una situación política y económica y un estado social y cultural, sino que es un tipo de existencia fundamentalmente negativa que se manifiesta en todos los aspectos de la vida del pueblo. A ellos les repugna tanto la asqueante realidad de la "Zona de Residencia" judía en el este de Europa como la inautenticidad del judío asimilado al Occidente. Una y otra denigran la dignidad humana, minan la moral y fragmentan y violan la integridad de la vida. En ese contexto, la diáspora significa una situación deforme de la existencia humana: el alejamiento de una vida natural y plena en todo cuanto hace a las fuentes de sustento, a las relaciones con el prójimo y con la sociedad, a la creación cultural en todos sus ámbitos. Y por eso, la salida de la diáspora no implica únicamente un cambio en la situación del pueblo, sino también un reacondicionamiento de la estructura de la personalidad judía, enmarcado por el proceso de reestructuración de la vida judía toda.
La importancia que lo antedicho cobra para nuestro análisis es muy grande, porque si bien no hay en ello una referencia concreta a la relación entre la patria y la golá, hay en cambio un intento de bosquejar muy nítidamente los imágenes contrapuestas de la diáspora y de la patria. Y la importancia práctica de ello radica en que para el sector más consecuente del sionismo, que fue el que asumió las funciones de la conducción y de la realización, la relación patria-dispersión expresó la más radical de las antinomias. La diáspora es una existencia indigna desde el punto de vista político, económico, social y ético-personal. No solamente no tiene perspectivas de prolongarse, sino que tampoco tiene derecho a ello. Patria es la base territorial que le permitirá al pueblo judío ser la mayoría de la población, ser políticamente soberano, y reorganizar su vida nacional sobre nuevos fundamentos personales. Y no puede caber duda de que esa autoimagen de los realizadores del sionismo dejó su indeleble huella en las relaciones concretas entre la patria y la golá, ya que Eretz Israel tuvo que asumir una actitud al respecto. Más aún, en todo intento de enfrentar hoy en día el carácter de esa relación se hace imprescindible examinar otra vez los conceptos de golá y de patria. Las definiciones de los arquitectos del sionismo clásico, ¿siguen teniendo hoy vigor total a parcial? Unicamente una clara respuesta a ese interrogante nos dará la clave para encarar desde una perspectiva histórica el juego de los dos conceptos, en una relación que tome en cuenta también una visión del futuro.
E
Como quedó dicho, la concepción de la relación patria-golá, desde el ángulo de la realidad que iba cobrando cuerpo en Eretz Israel, se basó en la más rotunda negación de la diáspora. Pero también tomó en cuenta la experiencia directa de la realidad eretzisraelita, es decir, no estuvo exenta de una dosis de realismo no sólo en cuanto se refería a la vida judía en la diáspora, sino también en cuanto tocaba a las posibilidades y a las dificultades de la edifición de Eretz Israel como patria de la nación judía. Creo que en cuanto a ese enfoque, correspondería iniciar el análisis con la doctrina de A. D. Gordon -por más que nada tiene de típica- por su arraigo en la ideología sionista lata (en eso Gordon fue casi único entre los pensadores surgidos en el país) y también porque ella refleja claramente el realismo del enfoque eretzisraelita de la esencia de la diáspora y de las dificultades para la construcción de la patria. En cierto sentido, la doctrina de A. D. Gordon es una versión eretzisraelí de la concepción de Ajad-Haam. Apresurémonos a señalar que a pesar de que Gordon concibió la diáspora como una existencia peyorativa, no se identificó con la actitud negativa que frente a la creación judía en la golá asumieron Brener y Berdichevsky. A Gordon, el hecho de que a pesar de las condiciones de la diáspora el pueblo judío hubiese logrado crear una obra espiritual de tanto valor, que hasta tuvo la virtud de impedir su desaparición, le resultaba admirable. Pero Gordon no dejaba de comprender que el proceso de construcción de Eretz Israel como patria judía seña sumamente prolongado. Sólo gradualmente podría pasar el pueblo judío a vivir a su país y a crear en él un nuevo estilo de vida. Entonces, ¿qué sucedería entre tanto con la diáspora? La asombrosa respuesta de Gordon fue que incluso en el mismo Galut había que iniciar el proceso del éxodo espiritual. Porque si la diáspora no era meramente un concepto geográfico y político, sino sobre todo humano, social, cultural, la empresa de abandonarla aún antes de salir de ella resultaba bien posible. ¿Cómo? Retornando a una vida de creación y renunciando a la existencia parasitaria de los judíos en el plano económico, cultivando la lengua hebrea y procurando crear una educación y una cultura hebreas. Con ello, el pueblo judío, aún en la diáspora, lograría evadirse de ella. Y A. D. Gordon no temía en modo alguno que con esos pasos el pueblo se alejaría de Eretz Israel. Todo lo contrario. E1 anticipado regreso del pueblo judío a sí mismo en la golá, lo uniría a Eretz Israel asegurando una continua corriente de inmigrantes y haciendo posible que los judíos recurriesen a la creación social y cultural de Eretz Israel no como imitadores, sino como copartícipes. De sumirse el pueblo judío, en todo el mundo, en un único y mismo proceso, la construcción de Eretz Israel se convertiría en e1 foco de la actividad común. Pero faltaba precisar aún en qué sentido sería Eretz Israel el centro del pueblo judío. En primer lugar, precisaba Gordon, la conducción del movimiento sionista, que pasaría a ser el liderazgo de todo el pueblo, inmigraría a Eretz Israel estableciendo en ella sus instancias. En segundo lugar, la inmigración fluiría constantemente de la golá al centro. En tercer lugar Eretz Israel sería un ejemplo educativo. Pero como ya quedó dicho, convenía que el cambio de la situación de la diáspora se iniciase y hasta continuase en ella, porque sólo de ese modo cobraría sentido el nexo entre el pueblo y la obra sionista en marcha en su propio país. Creo que hay mucho de instructivo en ese intento gordoniano de reinterpretar el concepto del centro cultural ajad-haámico, insuflándole un contenido concreto.
Totalmente distinta fue la concepción de Iaacov Klatzkin, que se basó en dos premisas extremas y simples sobre el futuro de la diáspora. Esta, sostuvo en primer lugar, no podrá subsistir en las condiciones modernas. La dinámica natural del galut conduce a la dilución del pueblo judío en el seno de los demás. Apoyada en sus marcos organizativos obligatorios, la religión judía. significó una valla de contención, en el pasado, frente al avance de la asimilación. Pero la obligatoriedad de tales marcos ha perimido en el presente y sin necesidad de abandonar la fe judía, su efectividad desde el plinto de vista nacional se ha agotado y ningún otro factor puede suplirla. En segundo lugar -afirmó Klatzkin- la persistencia de la diáspora es in conveniente porque le impone al judío una vida cultural escindida, y personal y nacionalmente lo condena a la humillación y a la atrofia. La conclusión que aparentemente cabe extraer de tales premisas es la de Herzl: el pueblo judío ha llegado a una encrucijada. Quienes deseen seguir siendo judíos irán a Eretz Israel, mientras que los que resuelvan permanecer en los países de su residencia se diluirán en su medio. La elección es realmente posible, por más que a Klatzkin se le aparece como indigna y amoral. Pero al revés de Herzl, considera Klatzkin que el proceso de edificación de Eretz Israel será muy dilatado y de que para poder coronarlo con éxito se hace imprescindible asegurar la existencia de la dispersión. Dicho de otro modo: el galut debe subsistir todo tiempo que siga en marcha el proceso de construcción de Eretz Israel. Para Klatzkin, ello es factible. Por supuesto, no hay ninguna posibilidad de impedir del todo la asimilación, pero cabe en cambio aminorar su ritmo con medidas adecuadas, artificiales, como la instauración de marcos educativos hebreo-nacionales e instancias organizativo-comunitarias. Tales instituciones podrán prosperar a condición de aplicarse a capacitar al pueblo judío para su emigración a Eretz Israel. Es que una educación encaminada a formar una personalidad forzada, con miras a continuar existendo artificialmente en la diáspora, no se justificará moralmente ni será viable. Klatzkin, entonces, estuvo convencido de que la edificación de Eretz Israel permitiría prolongar la existencia de la golá durante varias generaciones, y de que la concreción del centro nacional de Eretz Israel en el curso de ese lapso posibilitaría la crucial alternativa: la inmigración al mismo de los que optasen por afirmar su judaísmo, y la asimilación al medio de los demás. Si la posición de A. D. Gordon reinterpretó la de Ajad-Haam, la de Klatzkin hizo lo propio con la de Herzl.
Al mencionar la doctrina de Klatzkin corresponde recordar la de Iejezkel Koifman, pese a que ambas se hallan muy próximas en su apreciación del problema de las relaciones entre la patria y el galut. Lo que presta relevancia al pensamiento de Koifman es la metódica y profunda investigación histórica que la apuntala y su concepción sobre el papel de la religión en la vida del pueblo judío en la Edad Moderna. A1 igual que Klatzkin, Koifman entiende que fue la religión el factor que aseguró la supervivencia del pueblo judío en la diáspora hasta iniciarse los tiempos modernos. Pero contrariamente a aquel, Koifman no vio lo fundamental del papel de la religión en sus marcos organizativos obligatorios, sino en su autoridad absoluta, expresada en la imposición de un estilo de vida que abarcaba la totalidad de la existencia judía. En sus orígenes, sostiene Koifman, la religión judía no fue nacional. Encarada a priori, fue y es una religión universal. Sólo que en la práctica cohesionó al pueblo y, por el hecho de no ser nacional por su esencia, logró mantener al pueblo judío en condiciones en que otros pueblos se disgregaron y diluyeron. Verdad es que en la Edad Moderna, el vigor de la religión judía, en ese sentido, ha perimido. Pero ello es así no porque la cultura moderna anula su fe o socava sus reglas de vida. Todo lo contrario. La religión, como tal, es un fenómeno que hace a la esencia del espíritu humano y no habrá de desaparecer ni siquiera en la cultura moderna. La causa del debilitamiento de la efectividad de la religión radica en que en la civilización laica, la religión ya no estructura todos los ámbitos de la vida y de la creación, sino que se limita a un solo aspecto de la cultura. Por eso, bien es posible la persistencia de un importante conglomerado judío en la diáspora que se conserve fiel a la religión judía, ya sea siguiendo los moldes de la ortodoxia u otros más a tono con los conceptos y los estilos modernos. Sólo que esa definición religiosa no se convertirá ipso facto en una autodeterminación nacional. De modo que lo que se hace imposible en la diáspora es la existencia nacional judía. Y pese a ello, Koifman no deja de sostener insistentemente que el proceso de asimilación nacional en la diáspora ha fracasado, siendo la religión la que -cierto es que por una vía negativa- provocó ese fracaso. La férrea decisión de un sector suficientemente amplio del pueblo judío de mantenerse fiel a su religión, y la negativa de otro sector judío a convertirse para lograr todos los frutos de la Emancipación, hizo que el medio gentil, forjado en la fragua del cristianismo, continuara rechazando a los judíos como extraños. Fue así como los judíos quedaron siendo un grupo nacional desprovisto de los bienes y de los derechos de las naciones, con lo que las penurias de la diáspora se agravaron aún más. Para Koifman, ésa fue la fuerza que puso en marcha al movimiento nacional judío moderno. Claro está que esa misma fuerza puede ser considerada la plataforma para la continuación de la vida nacional judía en la diáspora, pero su actividad es negativa. El vigor del pueblo judío se irá debilitando por la total integración al medio y por la pérdida de los rasgos positivos distintivos de la cultura nacional propia de muchos individuos judíos. A lo sumo, podrá reducir el ritmo de la asimilación por medios artificiales como la educación hebrea y sionista para permitir que la golá sirva de reserva a la edificación de la patria, pero no por mucho tiempo.
Para agotar ese enfoque característico del pensamiento sionista eretzisraelita en cuanto al tópico del futuro del pueblo judío en la diáspora, todavía debemos agregar al análisis de las posiciones de Klatzkin y de Koifman dos conceptos que aparecen en las doctrinas de Lilienblum, Pinsker y Bórojov. El primero es el del antisemitismo como fenómeno estable de la sociedad europea, por lo menos en el futuro previsible. Ese antisemitismo se intensificará y amenazará la seguridad física de los judíos en los países europeos. El segundo es el de que la opresión económica en que viven sumidas las masas judías del este de Europa no tiene remedio. Su pasada base de subsistencia ha quedado destruida y los judíos no tienen perspectivas de incorporarse al sistema económico que habrá de surgir a través de muchas conmociones. Verdad es que existe la posibilidad de hallar refugio en Estados Unidos y, efectivamente, la corriente de emigrantes hacia ella es ininterrumpida. Pero ese refugio es sólo temporario. En definitiva, el pueblo judío no encontrará en América del norte el remedio para los males del galut, por lo que hay que acondicionar a Eretz Israel como último puerto para el pueblo errante. Retornando a ella masivamente, el pueblo judío resolverá de una vez por todas su problema. Es en base a ese sistema que había que edificar en la práctica la relación entre la población sionista de Eretz Israel y el pueblo judío en la diáspora. Pero con ello pasaríamos del ámbito de la ideología al terreno de los hechos, que no es el que nos interesa en este trabajo. Nos limitaremos, entonces, a señalar las tres tendencias de la acción desarrollada, sobre todo en los marcos de la Organización Sionista:
a) conquistar para la población sionista de Eretz Israel una posición dominante en las instancias del movimiento para infundir mayor vuelo a la construcción, la inmigración y la colonización; b) asegurar para el movimiento sionista una gravitación dominante en el seno del pueblo judío y cohesionar los factores de peso económico y político del pueblo en las tareas de abrir las puertas de Eretz Israel a una aliá masiva y financiar su integración a la población judía eretzisraelita; c) amliar en todo lo posible la actividad de los movimientos sionistas jalutzianos, como impulsores de la inmigración y de la colonización. En ese sentido, de hecho, el sionismo eretz-israelita actuó como "centro espiritual" del pueblo judío en la dispersión. Fue esa una intensa acción educativa para conquistar a la juventud judía, salvarla de la asimilación, educarla en la cultura hebrea y orientarla hacia la inmigración a Eretz Israel y la colonización en ella. No es difícil advertir que en la base de todo ese multifacético quehacer se perfilaba la premisa de Klatzkin y de Koifman de que la golá podía ser prolongada "artificialmente" con una educación hebreo sionista exclusivamente orientada hacia la construcción de una patria judía en Eretz Israel, pero que el tiempo apremiaba tanto por el peligro de la asimilación como por la amenaza del antisemitismo. Una visible tensión escindía y enfrentaba dos necesidades imperiosas y opuestas: un desarrollo gradual que asegurase la cristalización de una población sana, y el apremio nacido de la convicción de que había que aprovechar el tiempo al máximo y absorber una inmigración cuanto más masiva. En ese plano, él péndulo osciló entre una y otra solución, pero por lo general se impuso la premonición de la calamidad que acechaba al pueblo judío en la diáspora y que ordenaba salvar sin demora a cuantos fuera posible. Creo que fue ese sentimiento el que determinó la actitud del movimiento sionista eretzisraelita hacia la golá y la naturaleza de su acción educativa y socio-política en la dispersión.
Pero lo que acabamos de decir debe ser entendido sobre el trasfondo europeo. Los ideólogos clásicos del sionismo solían referirse a la esencia de la diáspora con generalizaciones - a pesar de las grandes diferencias existentes entre el oriente y el occidente europeo - diferencias que se expresaron en la cristalización de las diferentes ideologías nacidas en terrenos tan diversos, haciendo de América un capítulo aparte. Al nacer el movimiento de los "Amantes de Sión" hubo quienes pensaron que América podría servir de solución alternativa a Eretz Israel para redimir políticamente al pueblo judío. Al desencadenarse el éxodo de las masas judías hacia los Estados Unidos, el sionismo se convirtió prácticamente en la contrapartida idealista de la emigración surgida por la necesidad. Los dos grandes y nuevos centros judíos del siglo veinte, Eretz Israel y los Estados Unidos, surgieron paralelamente y a partir de la misma fuente demográfica. Era imposible desentenderse de ese hecho pletórico de significación. Para un ideólogo como Ajad-Haam, el doble fenómeno no venía cargado de tensiones. Puesto que él no creyó en la posibilidad de que Eretz Israel resolviese el "problema de los judíos", la dualidad concurría a llenar una doble misión. Las masas que buscaban remedio a sus penurias económicas y a las persecuciones antisemitas hallarían la vía de América, mientras que los pocos idealistas interesados en el "problema del judaísmo" lo resolverían ascendiendo a Eretz Israel. El "centro espiritual" a erigirse en Eretz Israel brindaría también la solución al “problema del judaísmo” de los judíos que emigrasen al nuevo continente o que permaneciesen en una Europa liberada de la presión de los excedentes de la población judía. Para los pensadores que veían sólo en el sionismo la doble solución, la competencia América-Eretz Israel complicaba las cosas. El éxito del sionismo, empresa única en la historia judía, parecía exigir que tras la élite idealista afluyesen a Eretz Israel las oleadas migratorias masivas, hecho éste que no tenia visos de concretarse, por lo menos durante el período más importante de la emigración judeo-europea a los Estados Unidos. Por otra parte, estaba claro que resultaba imposible pretender cambiar el destino de la corriente migratoria inmanente mientras el proceso de edificación de Eretz Israel se desenvolvía con un ritmo tan lento y, por su mismo carácter de obra idealista, por un camino sembrado de escollos internos y externos. La respuesta ideológica a ese problema merece una detenida consideración, pero también ella escapa a los marcos de este trabajo. En líneas generales puede afirmarse que la emigración a los Esta-dos Unidos, para los pensadores sionistas europeos, no fue sino un acto típico de la existencia galútica, en cuyos marcos el judío errante tomó nuevamente su cayado para pasar de un exilio a otro. ¿Acaso no se había repetido ya muchas veces ese tránsito de país a país debido a las expulsiones y a las persecuciones? La nueva emigración de Europa a América reactualizaba el cuadro de un apresurado traslado dentro de la dispersión. América no resolvería "el problema de los judíos". A lo sumo, serviría de albergue nocturno. No pasaría mucho tiempo y los peligros del exilio se perfilarían también en el nuevo mundo. Por lo tanto, la verdadera solución estaba en la aliá a la patria y no en una mudanza dentro de la golá. Y con todo, el contacto directo entre los emisarios y los dirigentes del sionismo eretz-israelita y la nueva realidad judía en los Estados Unidos -especialmente su movimiento sionista- convocaba a proceder a una reorientación, al menos en el ámbito práctico. Terminante y claro es en ese sentido la posición que hallamos en la doctrina de Jaim Arlózorov. El captó que la diáspora de los judíos de los Estados Unidos no encajaba en la categoría histórica de las diásporas europeas. La rápida concentración de la emigración judía y el sustrato político social pluralista y libre de los Estados Unidos permitirían la configuración de un nuevo fenómeno: el de una diáspora que recibiría los beneficios de la Emancipación sin verse forzada a asimilarse totalmente al medio, es decir, posibilitada de conservar la especificidad cultural y nacional judía en un régimen de libertad. Para Arlózorov todo dependía del libre albedrío debidamente orientado. Una acción educativa sistemática y amplia tendría la virtud de evitar la asimilación judía y de promover un proceso de renacimiento nacional y cultural judío en los Estados Unidos. Eso no quiere decir que Arlózorov alteró por eso su concepción esencialmente sionista. Para él, los Estados Unidos no dejaban de ser parte del galut, y como tal quedaban incluidos en la premonición general, que en su concepción abarcaba tanto el desarrollo económico futuro como la imposibilidad de crear una cultura nacional propia. La diferencia entre Arlózorov y los pensadores antes citados estaba únicamente en que el primero entendió que los Estados Unidos ofrecían una base concreta para la actividad educativa que aseguraría el vínculo con el sionismo y con la población judía de Eretz Israel. Por eso, Arlózorov reclamó del judaísmo norteamericano el mismo embanderamiento cultural que exigió Ajad-Haam. De un modo u otro se hizo claro que el papel del judaísmo estadounidense en la concreción de la obra sionista sería distinto del judaísmo europeo. Los judíos de los Estados Unidos configuraban una diáspora y un sionismo distintos, por lo que la relación entre ellos y la patria en construcción reclamaba también una formulación diferente.
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Esa definición, que no cristalizó en una fórmula ideológica sistemática en el pensamiento sionista en Eretz-Israel, comenzó a decantar en cambio en el pensamiento judío en los Estados Unidos. Creo que puede calificársela de versión norteamericana de la doctrina ajadhaámica. No sólo está ausente de ella la negación de la golá sino que hasta aparece en ella a veces un perceptible tono de afirmación de ésta, como valor que singulariza al pueblo judío. En la formulación laica de Louis Dembitz Brandeis, Eretz Israel debe brindarle al miembro del pueblo judío esa misma libertad de que goza el hijo de todo otro pueblo: la de optar entre la permanencia en su patria nacional y la radicación en Cualquier otro país dispuesto a acogerlo. En el fondo, esa definición significaba la equiparación del judío norteamericano a los miembros de todas las demás colectividades étnicas de los Estados Unidos. También el judío estadounidense merecía contar con una madre patria que fuese una especie de hogar nacional y cultural que no lo obligase a vivir en él. En Eretz Israel renacerían la lengua y una rica cultura hebreas. Los judíos radicados fuera de ella se sentirían pertenecer a un pueblo con una cultura propia, lo que los llenaría de orgullo. Y dicho sea de paso, es típica de esa posición la tendencia a ver el presente conforme a lo anhelado. Bastará una población judía pequeña, pero activa en los planos social y espiritual -sostuvo Brandeis- para brindarle al judío norteamericano esa sensación de pertenencia y de igualdad. ¿Y en qué se expresaría en la práctica el nexo con Eretz Israel? En el aporte económico y político a la construcción y al progreso de la población judía de la misma. Los judíos necesitados (y esa expresión excluir a los judíos estadounidenses) o deseosos de ascender a Eretz Israel serían los que erigirían la patria judía. Los demás, los identificados con sus respectivos países ayudarían a los primeros en la medida de su capacidad. Claro está que Brandeis no vió ninguna contradicción entre la ayuda prestada a la edificación de la madre patria y la fidelidad a la patria norteamericana. Por el contrario: puesto que la construcción de la vieja patria coloca al judío estadounidense en un plano de igualdad con sus conciudadanos. permitiéndole cooperar en lo que él capta como ideal moral-político de los Estados Unidos, ambas finalidades se complementan. El judío sionista es mejor ciudadano estadounidense que el judío no sionista.
La versión sionista de entraña religioso-reformista de I. L. Magnes va mucho más lejos aún en su afirmación del galut. Para él, él pueblo judío puede sobrevivir incluso sin radicarse a Eretz Israel. La asimilación no lo doblegará puesto que los judíos no son un pueblo como todos. Su singularidad está en la Torá que se basa en principios de la moral universal y en su capacidad de mantener vínculos de hermandad entre todos los fragmentos de su dispersión, como pueblo eterno. Magnes no precisa cómo se asegurará la vigencia de su aserto, pero él sostiene la existencia de sutiles nexos fraternos entre los judíos de todos los países en base a su común contenido espiritual. Eretz Israel le es necesaria al pueblo judío para concretar en un lugar, en su plenitud, el ideal espiritual del judaísmo. En ella debe surgir una sociedad judía basada en valores éticos, justa, a tono con los ideales de los profetas. Esa sociedad robustecerá el vínculo entre el pueblo judío y su Torá, con lo que se apuntalará la existencia del pueblo mismo. Pero su doctrina no propugna de ningún modo la "normalización". El pueblo judío, para Magnes, no debe ser como todos los demás: No debe verse en él un pueblo en razón de su mero vínculo con un país o con un Estado. Todo lo contrario: puesto que se trata de un pueblo elegido. con una misión universal, los judíos deben permanecer también en la diáspora. Precisamente serán las dilaciones mutuas entre la patria que concreta los ideales espirituales del judaísmo en una realidad social indivisa y la diáspora que caracteriza al pueblo judío como pueblo eterno, las que asegurarán la supervivencia del pueblo tanto en su unidad como en su excepcionalidad.
Una tercera versión estadounidense que representa un aporte ideológico singular a la doctrina de Ajad-Haam es la que enunció Mordechai Kaplan: si bien Eretz Israel es vital para que el judaísmo subsista y se desarrolle plenamente como civilización, ella no puede resolver el problema de la existencia de todo el pueblo judío ni puede subsistir sin el concurso de una diáspora arraigada en sus respectivos países y, simultáneamente, fiel al judaísmo. A estar a su versión, la "negación de la golá" llevada a sus últimos extremos implicaría echar por tierra las perspectivas del movimiento renacentista judío en su patria. El sionismo podrá realizarse y el Estado judío podrá perdurar incluso en el caso de comprobarse que el pueblo judío puede seguir existiendo en un régimen de Emancipación. Y esa posibilidad, a juicio de Kaplan, existe. Si la idea de la democracia moderna será aplicada como corresponde, los judíos podrán erigir marcos comunitarios propios que velarán por su supervivencia como conglomerado organizado. Ese conglomerado subsistirá en la diáspora a través de la contradicción fecunda que se dará entre la conservación de la propia cultura religiosa y el nexo positivo con la cultura humanista de los países democráticos, mientras que en Eretz Israel el pueblo judío vivirá su plenitud dentro de su propio medio cultural. Sólo que Kaplan, al revés de Magnes, no se conforma con un contacto indefinido entre las colectividades diaspóricas y la comunidad radicada en su propia patria judía. Su tercer aporte al pensamiento sionista es su idea de que hay que cohesionar al pueblo judío todo en un marco organizativo amplio y común, que ensanche los vínculos recíprocos entre las distintas partes del pueblo y exprese el principio espiritual que lo unifica.
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Con cierto esquematismo puede afirmarse que lo que caracterizó al sionismo eretz-israelita, sobre todo en sus sectores jalutzianos, fue una interpretación más realista (en cuanto se refiere a las dificultades y el tiempo requerido para la realización sionista) del pensamiento herzliano, mientras que lo que caracterizó al sionismo norteamericano fue una interpretación más realista (en cuanto respecta a las aspiraciones de la colectividad judía diaspórica) del modo de pensar ajad-haámico. Pero en cuanto surgió el Estado de Israel sobre el trasfondo de la hecatombe bel judaísmo europeo se creó una situación apremiante que obligó a los partidarios de ambas concepciones a reexaminar las propias posiciones a la luz de los argumentos del adversario. Nacido el Estado, aniquilado el grueso del judaísmo europeo, la relación patria-golá se planteó crudamente en un nuevo contexto.
Lo primero que resalta al examinar esa nueva situación fue que el problema excedió los límites del movimiento sionista y se ubicó en el campo mucho más amplio de la vida del pueblo judío todo. Cierto es que tampoco antes de surgido el Estado ningún movimiento organizado del pueblo judío pudo ignorar al sionismo ni a la población judía organizada de Eretz Israel. Sólo que ahora ya no tuvo cabida una actitud polémica sobre la justificación o sobre el realismo de la aspiración sionista, sino que hubo que reconocer lo decisivo del hecho acaecido. El Estado de Israel extrajo al sionismo del ámbito de su propio movimiento, incorporó en su seno colectividades enteras de la diáspora y erigió una representación internacional del pueblo judío entero, convirtiéndose en símbolo de la unidad del pueblo judío y en foco de la responsabilidad judía mancomunada. Y el hecho de que el Estado hubiera surgido después del Holocausto contribuyó a cristalizar el consenso nacional. No sólo los asionistas sino también muchos de los antisionistas reconocieron lo decisivo del hecho de la concreción de la idea sionista. Para decirlo con mayor precisión, en la práctica se produjo un reconocimiento de que la idea sionista estuvo justificada en lo que hacía al pasado. Imposible resultaba confesar la importancia del Estado de Israel sin reconocer lo acertado de la idea que le sirvió de base. Pero la confesión a posteriori de la justicia pasada del movimiento nada prejuzgaba en cuanto al futuro: ¿acaso también después de creado el Estado judío seguía siendo la idea sionista un programa a realizar? ¿Y acaso no cabía el apoyo incondicionado al Estado de Israel sin aceptar al sionismo como objetivo vigente? Aquí exponemos la causa del desconcierto del sionismo después de erigido el estado, sobre todo en cuanto a las ideas expuestas por el sionismo estadounidense.
En ese sentido, difícil resultaba hacer distingos entre los sionistas y los no sionistas simpatizantes del Estado de Israel. Pero el desconcierto fue general, porque nacía de la conciencia de que mientras el sionismo luchaba por sus fines se había producido un cambio sustancial en la situación del pueblo judío, tanto en la diáspora como en la patria.
El primer aspecto de. ese cambio tocaba a la identidad de la diáspora. Como ya quedó dicho, la ideología sionista clásica apuntó esencialmente a la diáspora europea. Después de la hecatombe nazi, habiéndose corrido la cortina de hierro sobre el judaísmo soviético y habiendo ascendido a Israel la parte sustancial del judaísmo islámico, la diáspora que aún contaba para la relación patria-golá era el judaísmo masivo de los Estados Unidos y, a su vera, las colectividades más reducidas del occidente. Ni que decir cabe que la diferencia registrada no era solamente geográfica. Se trataba ahora de una diáspora que gozaba de los beneficios de la Emancipación y que había arraigado en su medio, diferenciándose de la diáspora de Europa oriental por su misma esencia. La paradoja era desconcertante: el Holocausto que había demostrado la justeza del vaticinio sionista- y la creación del Estado -que había rubricado la certeza de la solución sionista- se dieron justamente cuando también el movimiento emancipatorio, orientado a una dirección contraria a la de la idea sionista, había logrado igualmente su objetivo de un modo ciertamente impresionante. Había surgido un judaísmo rico, incorporado a una economía moderna, que participaba de un modo sobresaliente en el desarrollo cultural, científico, literario y artístico de los países en que se había establecido, y que hasta era sobradamente influyente como grupo. Los rasgos característicos de la diáspora, tal como los había descripto la ideología clásica de sus "negadores", no resultaban aplicables a su caso y los judíos que la integraban se guardaban bien de definirla como golá en el sentido de exilio, prefiriendo llamarla tfutzá, dispersión. Mas aún: del mismo modo que en el pueblo judío había arraigado incólume la idea de la importancia del Estado, se había difundido en él el concepto de que el mantenimiento de la diáspora en su renovado vigor actual constituía un requisito indispensable del afianzamiento de Israel. La nueva diáspora, en ese nuevo consenso, ya no era sólo una fuente de la que se nutría la patria judía. Por su potencialidad, ella representaba un imprescindible sostén económico y político, con lo que la debilidad económica, social y política de la diáspora repercutiría de inmediato perjudicialmente sobre Israel. La emancipación y la autoemancipación, procesos que se habían iniciado con derroteros opuestos, habían logrado junto su concreción, condicionando recíprocamente su futuro.
Fue la conciencia de ese hecho la que originó el desconcierto del sionismo eretz-israelita. ¿Cuál debía ser la actitud sionista del Estado de Israel ante la golá del mundo libre? ¿Reclamar la aliá de sus hijos como manifestación típica de su identificación? Y si lo que debía pretender era sobre todo un apoyo moral, político y económico al Estado, ¿había que hacer presente que lo que el mismo esperaba del movimiento sionista era algo más que lo que pretendía de las organizaciones judías no sionistas? Era procedente establecer dos sistemas de relaciones y dos políticas diferentes, para el movimiento sionista por un lado y para los demás sectores del pueblo judío por el otro?
Al parecer, la transformación operada no se agotó en lo antedicho. Tal como ya se señaló, la emancipación y la autoemancipación arribaron simultáneamente a sus grandes victorias, pero los éxitos respectivos distaron de ser completos. La diáspora postemancipatoria no logró ni la tranquilidad ni la seguridad. Mientras seguía en el deber de defenderse y de observar atentamente los estados de ánimo de la sociedad gentil para alertar al pueblo frente a posibles amenazas, se perfilaban ya los graves problemas nacidos de la Emancipación misma: la brecha entre los formidables logros individuales y los mezquinos éxitos del conglomerado como tal, la debilidad de los marcos públicos de la vida judía tanto por su número como por su capacidad de mover a las masas a la acción, y la desigualdad entre el impresionante desarrollo de la cultura general frente a lo magro del progreso de la cultura judía. ¿Acaso el judaísmo de los países del mundo libre sería capaz de frenar el proceso de una asimilación total? ¿Acaso sería capaz de llevar una vida de contenido netamente judío fuera de los marcos cerrados de la ortodoxia extrema? ¿Acaso podría desarrollar una actividad pública judía notable a largo plazo?
Interrogantes paralelos cabe plantear ante la realidad configurada en el Estado de Israel. Desde el momento mismo de su fundación afrontó Israel la enconada oposición organizada de los países árabes; el reconocimiento internacional que le fue otorgado no fue unívoco. En su seno se perfilaron tensiones extremas derivadas de dos factores básicos: la absorción de una inmigración masiva procedente de los países más diversos, y la contradicción no resuelta entre el sector religioso-ortodoxo y el laico. De resultas de la influencia recíproca de esos dos factores, la sociedad israelí no sólo pasa por intensas conmociones sino que acusa un proceso de fragmentación interna y de distanciamiento del común denominador del judaísmo. Los pensadores judíos de los países de la diáspora que aducen que también los judíos del Estado de Israel atraviesan por un proceso de asimilación, tienen en qué basarse.
Se ha hecho necesaria, entonces, una nueva definición de la golá y una nueva evaluación de su futuro, así como una definición actualizada del significado de la vida en la patria. Se ha hecho necesaria, también, la determinación de una política clara en cuanto a la relación entre la patria y la golá. El debate persiste hoy en día, sin definición. Si me estuviese permitido concluir ese análisis con una opinión personal, diría que en la discusión se han perfilado nuevamente los dos esquemas esenciales : el de Herzl y el de Ajad-Haam. En la concepción neoherzliana, todavía cabe ver en la diáspora judía, incluyendo la del mundo libre, una golá, en un sentido bastante aproximado al que tuvo la diáspora europea antes del Holocausto. La tranquilidad y la seguridad del judaísmo de los países del mundo libre son inestables. La calma puede interrumpirse repentinamente y los citados países pueden enfrentarse un buen día con una nueva oleada de antisemitismo; por lo demás, la asimilación va corroyendo a ese judaísmo. Verdad es que los judíos de la diáspora contemporánea no pueden ser descriptos como oprimidos ni como débiles, pero ellos carecen del poderío necesario para defender por sí mismos sus derechos y asumir toda la responsibilidad por su destino. Además, les falta igualmente la base necesaria para una creación socio-cultural significativa. Tales premisas se dan en cambio en el Estado de Israel; pero éste tampoco es un logro pleno. Mientras las mayoría del pueblo judío vive fuera de sus fronteras e Israel no ha superado las dificultades de la absorción de la aliá y la creación de una infraestructura demográfica, económica, cultural, no puede servir adecuadamente de patria del pueblo judío todo, ni asegurar su propia subsistencia pacífica en sus relaciones con los países árabes y con las restantes naciones del mundo. Es preciso, entonces, que la obra continúe y que la diáspora siga siendo la fuente de crecimiento y robustecimiento del Estado de Israel.
Frente a ese enfoque, acorde al esquema de pensamiento ajadhaámico la diáspora del mundo libre no debe ser vista hoy en día como golá. Esa diáspora ha puesto en evidencia que es capaz de llevar una vida judía organizada, de asegurar la educación judía de sus niños y la creación espiritual judía, y de defender por sí misma sus derechos. Cierto es que el Estado de Israel conlleva la ventaja de una vida judía plena, sirviendo de foco de la actividad judía y encarnando la unidad y la mutua responsabilidad de todos los sectores del pueblo judío, pero no menos cierto es que el Estado de Israel tiene fallas que la diáspora puede subsanar. Por lo tanto, la necesidad que la diáspora del mundo libre tiene del Estado de Israel no configura una dependencia unilateral de la periferia con respecto al centro. También el centro depende de esa periferia, que entre tanto ha erigido su propia infraestructura independiente. En ese sentido, el Estado de Israel es un logro definitivo. Necesita crecer, fortalecerse, desarrollarse, debe estar pronto a acoger a las diásporas cuya situación se haga difícil, debe arribar a la paz y a la estabilidad interna. Pero en todo ello debe verso una obra de robustecimiento de algo ya hecho, y no una complementación de algo parcial. En sus líneas generales, la empresa ha sido levantada. Las relaciones entre la patria y la golá, en ese esquema de pensamiento, configuran una relación entre centros independientes y coexistentes que cooperan mutuamente en consonancia con sus particularidades. En relación entre Israel y la diáspora es una cooperación destinada a conservar y a fortalecer la situación existente.
Aunque el enfrentamiento ideológico no ha quedado zanjado, parece ser que en la práctica, tanto en la diáspora como en el Estado de Israel, ha terminado por imponerse el esquema ajad-haámico. Fue ésa la salida más cómoda para la conducción judía de la diáspora y de Israel, sobre todo porque ambas procuraron la independencia de sus establishment respectivos. Los dirigentes del Estado de Israel quisieron agotar el logro de la restauración del Estado. Ellos no dejaron de captar la potestad que encerraba la soberanía como autoconciencia de una estructura socio-política completa. Por consiguiente, la teoría abrazada por esa conducción, la de que con el surgimiento del Estado de Israel el movimiento sionista había completado su misión, fue bien comprensible en su caso. Ella se expresó claramente en los ámbitos internos: colonización, economía, ayuda social, integración de la inmigración y educación. Todas esas funciones, que estuvieron a cargo de organizaciones sociales voluntarias, pasaron a depender de una administración gubernamental centralizada y a partir de entonces el concepto "sionista" dejó de tener para el ciudadano del Estado de Israel todo sentido concreto, fuera del cumplimiento de las obligaciones cívicas. Pero no sólo en el frente interno, sino también en las relaciones con la golá se hizo sentir el cambio. La intervención directa de los dirigentes sionistas de la diáspora, a través de la Organización Sionista Mundial, en los problemas atinentes a la colonización, a la economía y a la sociedad en Eretz Israel, tocó a su término. El principio adoptado fue el de que la conducción judía de la diáspora se constreñiría a su propio ámbito y las instancias del Estado al suyo, mientras que las relaciones entre ellos serían las que cuadran a organismos independientes que cooperan entre sí.
Como es natural, tales relaciones se expresaron en un apoyo económico y político, y no en la aliá. Porque la alía que no deriva de la presión de la necesidad sino de la conciencia, de la identificación nacional del individuo con Eretz Israel, compromete a crear previamente un sentimiento de pertenencia y de compromiso directo, y a asegurarle al inmigrante el derecho de influir por medio de su movimiento en la absorción en el país. De hecho, la conducción sionista de Israel dejó de plantear la aliá como la exigencia fundamental dirigida a los judíos de la diáspora. La premisa que se impuso fue la de que la aliá provendría de los países en que los judíos viviesen oprimidos de algún modo, y que los judíos del mundo libre cooperarían materialmente en la integración de sus hermanos inmigrantes a Israel. El resarcimiento de los judíos del mundo libre estaría en el sentimiento de orgullo y de dignidad con que se beneficiarían, en que contarían con un foco de actividad pública judía, y en su vínculo con el símbolo vivo de la unidad del pueblo judío. Se comprende entonces que el liderazgo sionista del Estado de Israel comenzara a hablar en el lenguaje de Ajad-Haam sobre sus relaciones con el judaísmo del mundo libre. Creo que, de hecho, esa actitud significó el máximo acercamiento de un sistema de relaciones no sionista a un lenguaje tomado de la ideología sionista. La relación entre dos focos coexistentes fue descripta paradójicamente como un nexo entre un "centro" y una "periferia". Una conducción que había rechazado la concepción de Ajad-Haam mientras bregaba por erigir el Estado judío, terminó por apropiarse de dicha concepción en cuanto ese Estado estuvo en pie. Y esa dolorosa paradoja se completó con el hecho de que en la práctica, con la utilización del idioma ajad-haámico, se recurría a una metáfora vacía de todo contenido. Ciertamente, el surgimiento del Estado de Israel le confirió al judaísmo de la diáspora un sentimiento de orgullo y de dignidad, un símbolo de la unidad judía y un foco para su actividad. Pero, ¿acaso fue ése el sentido del concepto de "centro espiritual" en la doctrina de Ajad-Haam? ¿Acaso pensó Ajad-Haam en una actividad esencialmente económica y política? Ajad-Haam soñó con que el centro reclamaría de la periferia una vida judía más plena y en que la creación cultural del centro influiría fecundamente sobre la periferia. Y la sencilla verdad que se puso en descubierto al comparar la realidad anterior al Estado con la posterior a ella fue que la influencia espiritual sólo se da cuando la periferia queda directamente involucrada en la actividad del centro y es copartícipe de sus creaciones, mientras que la interrupción de esa coparticipación conduce dinámicante a una enajenación entre los conglomerados demasiado interesados en afirmar su respectiva independencia. Los síntomas de esa alienación están claros hoy en día. En Israel se da una tendencia de la población a autodefinirse israelí, y no judía, y en la diáspora echa raíces la ideología de "Babilonia" como centro de creación judía paralelo a "Jerusalem". Verdad es que esa enajenación desaparece repentinamente cada vez que surge una amenaza directa sobre la existencia del Estado de Israel, afirmándose entonces un sentimiento de mutua responsabilidad que rebasa todas las vallas.
La conclusión es bien simple: la premisa de que el Estado de Israel es un logro acabado del movimiento sionista fue demasiado apresurada. En Israel habita una parte demasiado pequeña del pueblo judío. La base demográfica y económica del Estado es todavía débil y éste no ha logrado aún su independencia numerosas tensiones originadas en el proceso de integración de la aliá, que está lejos de haber concluido, conmueven a la sociedad israelí; todavía no se ha creado un claro consenso sobre el carácter judío del Estado de Israel. Y la paz entre Israel y los árabes aún está distante. Por otro lado, también la diáspora está lejos de haber resuelto sus problemas. Hay sectores de ella por cuya salvación a través de una inmigración inmediata debemos seguir luchando, mientras otros sectores atraviesan un proceso de total asimilación cuya celeridad es pasmosa. Difícil es calificar a ese cuadro como concreción del ideal sionista. Por consiguiente, debemos asentar el sistema de relaciones patria-golá sobre una premisa totalmente opuesta: la obra no ha sido concluída y la ayuda es necesaria no solamente para robustecer lo alcanzado, sino para obtener la plena participación de la diáspora en la complementación de la infraestructura demográfica, social y cultural del Estado judío, para que éste pueda hacer frente con éxito a sus propios problemas y a los del pueblo judío todo. A ese fin, el judaísmo de la diáspora debe tomar parte en la tarea de plasmar la vida del Estado de Israel, para lo cual, en primer lugar, debe participar de la aliá al mismo. Y eso no significa un retorno simplista al esquema de pensamiento de Herzl y de sus sucesores. Creo que el análisis precedente ha demostrado que ambos sistemas de pensamiento que se enfrentaron en la teoría sionista adolecieron de unilateralidad y de falta de realismo en cuanto a cierto aspecto de la experiencia histórica. En la golá del mundo libre se da un acelerado y peligroso proceso de dilución que impide predecirle un futuro seguro. Pero esa diáspora debe subsistir por un tiempo largo y, para ello, para poder ser la fuente de la construcción de Eretz Israel, la diáspora debe fortalecer sus instituciones e intensificar su creación espiritual agotando todo elemento positivo que pueda contribuir a ese fin. Entre este aserto y el que precede no hay una contradicción insalvable. Todo lo contrario. Se trata de mutuos complementos. Verdad es que siempre se dará una tensión de hecho entre la satisfacción de las necesidades de la diáspora y la construcción de la patria.
Pero básicamente, existe un estrecho nexo entre la autoconstrucción de la diáspora y la ampliación de su participación en la edificación de Eretz Israel. En ese sentido, me parece que la doctrina de A. D. Gordon es la más profunda y la más fecunda. Sólo que ella necesita ser completada con el aporte de cauchos elementos ciertos que se fueron acumulando en el pensamiento sionista hasta el presente, y actualizada en base a la detallada evolución de la situación del pueblo judío en el día de hoy. Y es sobre la base de un sustrato de pensamiento bilateral y realista, que aspira a mantener la golá y a hacerla participar activamente de la edificación de la patria, que cabe planificar los medios organizativos y las vías de realización.
[1] Golá, galut -literalmente exilio, destierro-. Aplícase a la dispersión o diáspora del pueblo judío. Aunque diáspora se traduce más exactamente como tfutzá.
[2] Eliezer Schweid es uno de los más destacados profesores de filosofía judía en la Universidad Hebrea de Jerusalén
Tomado de: Dispersión y Unidad Número 24/25 - Reseñas y ensayos sobre los problemas contemporáneos del pueblo judío.
Publicado por el Departamento de Organización e Información de la Organización Sionista Mundial, Jerusalén.
El pensamiento de los "padres del sionismo" sobre la relación patria-golá puede ser sintetizado en dos esquemas. E1 primero de ellos encontró su formulación más exacta en la doctrina de Herzl y el segundo, en la de Ajad-Haam. Herzl basó la creación de su "Estado judío" en una acción política de gran envergadura llamada a resolver radicalmente el "problema de los judíos" de la diáspora, a ganar la aprobación internacional para la erección de dicho Estado, y a asentar posteriormente en el mismo a todos los judíos que lo deseasen. En el pensamiento de Herzl, la concreción de su programa abriría una disyuntiva decisiva: quienes ascendiesen a Eretz-Israel seguirían siendo judíos y vivirían en su propio país y en su propio Estado, mientras que los que no deseasen inmigrar a él podrían asimilarse fácilmente a su medio gracias a la salida masiva de quienes no fuesen capaces de asimilarse. A estar a este enfoque, el problema de las relaciones entre la patria y la golá dejaría de existir. La diáspora estaba llamada a edificar la patria y a desaparecer. Contrariamente a Herzl, Ajad-Haam concibió la concreción del sionismo como un desenvolvimiento tan lento que no tendría la menor posibilidad de resolver la "cuestión de los judíos". En primer lugar -sostuvo- ese prolongado proceso no aliviaría las insoportables penurias de las masas judías del este de Europa y, en segundo lugar, incluso pasado mucho tiempo Eretz Israel no acabaría de absorber a todo el pueblo judío. La mayoría de éste, identificándose como judía, permanecería en la diáspora. La tarea del sionismo, por eso, era la de hallar solución al "problema del judaísmo" y no "de los judíos" y ese "problema del judaísmo" consistía en asegurar la continuación de la existencia del pueblo judío como conglomerado específico, incluso sin tener ninguna perspectiva de liberarse totalmente de la diáspora y a pesar de que las condiciones modernas conmovían los marcos de su fe y el estilo de vida religioso que lo habían caracterizado anteriormente. Fue así que en el juego entre la patria y la diáspora, la concepción ajad-haámica concedió preferencia al factor pedagógico-cultural y no al político. La misma empresa de población de la Tierra de Israel y de edificación de una sociedad judía independiente y capaz de una creación espiritual propia, le brindaría al pueblo judío un punto de apoyo para frenar el proceso de la asimilación diaspórica. Es decir, amparándose en la colonización de Eretz Israel había que promover en la diáspora una vasta labor educativa y cultural llamada a detener la asimilación, a capacitar elementos idealistas para que cooperasen en la construcción de Eretz Israel y a crear la nueva base de la identificación cultural no religiosa de todo el pueblo. Una vez surgido el centro judío en la Tierra de Israel, éste serviría de foco de identificación nacional: los judíos de la diáspora se sentirían orgullosos de su patria, dejarían de verse a sí mismos como parias, y adquirirían un centro espiritual propio que los liberaría de la influencia de focos de imitación ajenos. Eretz Israel judía pasaría a ser el faro espiritual que iluminaría la existencia del pueblo judío en la diáspora. Para sintetizar lo antedicho, mientras que para Hertzl la diáspora debía erigir la patria y desaparecer, según Ajad-Haam la diáspora debía edificar la patria para poder sobrevivir apoyándose en ella.
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Los dos esquemas también pueden ser concebidos como expresión de sendas etapas en la cristalización del sionismo como movimiento de redención nacional del pueblo judío en la Edad Moderna. En la primera fase, que es la que expresa vivamente la conmoción que provoca la conciencia del derrumbe de las esperanzas nacidas con la Emancipación, el sionismo cristaliza como un movimiento que tiende a una solución íntegra y definitiva. La distinción entre “la cuestión judía” y “la cuestión judaica” – el problema de los judíos y el del judaísmo – ni siquiera se vislumbra. Se trata del anverso y del reverso de una misma moneda. Si los precursores y los arquitectos del sionismo tuvieron presente el ejemplo de los movimientos nacionales europeos, también ellos bregaron, como éstos, por una salida terminante y simple. En el caso judío, esa salida fue la redención de la diáspora. Ese estilo de pensamiento no fue característico sólo de Herzl, sino también de Lilienblum y de Pinsker en Europa oriental. Y si los portaestandartes del sionismo religioso se limitaron en un comienzo a una obra colonizadora limitada, paulatina, ello se debió a que en su concepción, esos primeros pasos dados por el pueblo mismo y por su iniciativa tendían meramente a preparar la redención mesiánica, total, a cargo de la Divina Providencia. La segunda de las fases es la que exterioriza la reacción ante los primeros pasos de la realización sionista y el temor a que esas esperanzas mesiánicas tan grandes tuviesen probabilidades muy limitadas de concreción. Como el riesgo de un estruendoso fracaso es demasiado tangible, se intenta modelar el movimiento sionista como una fuerza que tienda a lograr una solución parcial, de modo de asegurar al pueblo judío contra una dilución total. Parecería que ambas reacciones continuaron vivas en el movimiento sionista, coexistiendo como dos distintos modos de apreciación realista de la situación judía en la Edad Moderna, y como dos estilos de expectación utópica en cuanto al futuro: por un lado, un enfoque realista de las posibilidades de supervivencia del pueblo judío en las condiciones modernas, sumado a una visión utópica de las posibilidades de una solución íntegra del problema mediante la edificación de Eretz Israel; y por el otro una apreciación realista de las posibilidades de lograr una solución íntegra con la construcción de Eretz Israel, sumada a la esperanza utópica de sobrevivir en la diáspora. La cruel alternativa expresa el dilema actual del sionismo. El pueblo judío no tiene futuro en la diáspora. Pero siendo ello así, ¿cómo podrá llegar a una solución plena de su problema en Eretz Israel? El pensamiento sionista encalló en la alternativa de sucesivas decepciones y esperanzas y el pensamiento de los padres del sionismo refleja fielmente esa actitud ambivalente, conflictual entre los dos polos descriptos, en procura de un común denominador que les posibilitase la prosecución del quehacer diario del movimiento.
C
El párrafo precedente apunta a la significación que la discrepancia entre Herzl y Ajad-Haam conserva en nuestros días. Pero tenemos el deber de precisar que en ninguno de los esquemas se encara concretamente la cuestión de las relaciones entre la patria y la golá. La cosa está fuera de toda duda en cuanto a Herzl, que se opuso a una colonización paulatina y bregó por una salida política que eliminase la doble realidad de la patria y del galut. Pero tampoco Ajad-Haam enfocó la relación entre Eretz Israel y el exilio como una vía de influencia recíproca. Para él, Eretz Israel era una obra en pañales que él contemplaba desde su perspectiva de miembro establecido en el exilio del movimiento de "Amantes de Sión". No es de extrañar, entonces, que incluso su enfoque del futuro acuse esa misma perspectiva y carezca de 1a dimensión de lo concreto. Lo único que en su doctrina se ubica en el plano de lo práctico es la actitud que el judío diaspórico de su tiempo debía adoptar para salvar al pueblo judío de la asimilación y de la extinción. Creo no faltar a la verdad al afirmar que hasta su visión futura de un centro espiritual no tuvo otra finalidad que la de permitir en su momento una exitosa actividad educativa a ubicarse, naturalmente, en la diáspora. Es que la esencia concreta del enfrentamiento entre Herzl y Ajad-Haam consistió precisamente en la acción educativo-cultural a desarrollar en el exilio. Herzl veía en ella algo superfluo y perjudicial, ya que amenazaba con crear un grave desgarramiento entre el sionismo religioso y el laico en circunstancias en que el objetivo político reclamaba imperiosamente la unidad en torno de un programa común. Ajad-Haam, en cambio, veía en ella lo esencial. Como no tenía fe en la acción política, estaba dispuesto a librar la lucha que permitiese ubicar los elementos del consenso espiritual. De un modo u otro, lo que se daba concretamente era un enfrentamiento entre dos conceptos acerca de cómo debía obrar el pueblo judío en la diáspora, mientras soñaba con una Eretz Israel cuya construcción no dejaba de ser un proyecto acariciado para el futuro. Si ese enfrentamiento contiene hoy en día un reto para el pensamiento sionista contemporáneo, éste consiste en valorar adecuadamente la realidad judía de la diáspora: ¿Podrá subsistir el pueblo judío en la golá? Si la respuesta que cabe es afirmativa habría que precisar las condiciones para ello, y si es negativa, cabría señalar, entonces, cuál es la solución que cuadra.
D
La consideración de tales interrogantes nos compromete a analizar uno de los más descollantes principios del sionismo clásico: el de "la negación de la diáspora". A pesar de la diametral diferencia entre Herzl y Ajad-Haam, ambos sustentan esa misma premisa. Puede afirmarse, como norma, que "1a negación de la diáspora" es el elemento de signo negativo en el común denominador de todas las corrientes sionistas. No obstante ello, se dieron diferencias de matices cuya importancia es muy grande por su incidencia sobre el debate en torno al objetivo positivo del sionismo y sus vías de concreción.
Encaremos primeramente esa "negación de la golá" en su exteriorización más sencilla: la de reacción ante el fracaso de las esperanzas de emancipación. A pesar de que el judío renunció a su especificidad nacional y religiosa y evidenció su disposición a asimilarse a la cultura europea, la sociedad continuó considerándolo un extrañé. Aunque la oposición con que tropezaba era atribuida a veces a razones religiosas, otras a causas raciales y otras a motivos económicos, lo cierto era que su sentido fue siempre uno: el judío era tenido por elemento foráneo infiltrado en la sociedad. La ola de persecuciones antisemitas que arrastró consigo no únicamente a las masas ignorantes sino también a la élite culta, y que incluso fue apoyada a veces desde la cima del poder, les demostró a los judíos su imposibilidad de incorporarse a los países de su dispersión como ciudadanos iguales a los demás. Pero por otro lado, los judíos se resistían a aceptar su destino de seres discriminados, humillados y perseguidos. El judío expuesto a la influencia de la moderna cultura europea reclama para sí todos los derechos cívicos y, al revés de sus antepasados, ya no ve sentido a sus penurias. Es por eso que ni como individuos ni como pueblo, los judíos conciben su futuro en la golá. Y téngase presente que el sentido de la diáspora, en el contexto que tratamos, es el de la situación de una minoría nacional que en los países en los que vive carece del derecho de propiedad sobre un territorio determinado y del marco político que pueda proteger su existencia y sus derechos. Por lo tanto, la acepción que aquí tiene la "negación de la golá" es la de negación de la situación de una minoría carente de territorio y de soberanía propias, es decir, desprovista de los me-dios que le permitirían defenderse y asumir por sí misma la responsabilidad por su existencia.
A esa concepción, que puede caracterizarse como común a pensadores judíos de la talla de Lilienblum, Pinsker, Herzl y Nordau, cabe agregar la dimensión particular que le fue conferida, en la teoría de un socialista como Bórojov. Su pensamiento es importante en cuanto suministra la respuesta a las nuevas esperanzas de éxito de la Emancipación. Así como Pinsker y Herzl se decepcionaron de la posibilidad de una emancipación de contenido liberal, Bórojov alertó contra las expectativas despertadas entre los judíos por el movimiento socialista. El movimiento liberal ya se había puesto al descubierto en la práctica, mientras que el socialismo aparecía pregonando la aurora del mañana. Bórojov no negó la premisa de que la concreción del socialismo haría a un lado las causas de las tensiones entre clases y pueblos, incluyendo las que se daban entre judíos y gentiles. Pero él entendió que en la marcha hacia la realización socialista la suerte de los judíos se agravaría seriamente. La lucha de clases que precedería a la victoria obrera desgasta-ría a los judíos confinados a la clase media. Las persecuciones y los pogromos se intensificarían, se reducirían las fuentes económicas de su subsistencia, y el pueblo no lograría resistir el cúmulo de las penurias económicas, sociales y morales. La visión del futuro bosquejada por el socialista Bórojov encerró entonces una negación todavía más rotunda de la diáspora y cobró conciencia de lo apremiante de la hora. Los judíos no podían perder tiempo; debían salvarse antes de que fuese tarde. De modo que en la doctrina de Bórojov no sólo se acentuó la conciencia de que la diáspora judía carecía de futuro, sino que el mismo concepto de la diáspora cobró una nueva dimensión. Ya no se trató de la situación de una minoría nacional carente de territorio y de soberanía, sino de una existencia socio-económica distorsionada. El pueblo judío carecía de una base adecuada para subsistir económicamente. Su vida económica era parasitaria, por lo que despertaba la resistencia del medio, estando desprovisto él de toda defensa. De este modo, la negación de la diáspora incluía también la de los oficios y la de los medios de vida de los judíos en los países de su dispersión; mientras que la redención cobraba además el sentido de una osada transformación socio-económica del pueblo.
A ese enfoque añadió Ajad-Haam la dimensión de la vida socio-cultural. Su sensibilidad ante la falta de una posesión terrena y de una soberanía política fue mucho menor que la de Pinsker y Herzl; la atención que dedicó a las penurias económicas no cedió a la de Bórojov si bien no las analizó con instrumentos científicos o ideológicos precisos; con todo, lo que lo absorbió fue fundamentalmente la inferioridad socio-cultural de su pueblo. Ajad-Haam veía en la vida judía en los países de occidente una "servidumbre en medio de la libertad" cuya manifestación más peligrosa era la "imitación nacida del propio menosprecio", es decir, el autodesdén nacional de los judíos frente a la atracción que sentían por la cultura nacional del medio, no por la superioridad intrínseca de ésta sino por sus prerrogativas de dominio; en los países de oriente veía Ajad-Haam la cerrazón y la fosilización ortodoxa, que se aferraba a lo antiguo no por ser bueno, sino por ser vetusto. El nuevo desarrollo cultural era magro; las nuevas generaciones judías no contaban con la posibilidad de una vida judía plena y hasta hacían violentamente a un lado todo lo tenido por judaísmo. Esa era para él la más grave amenaza que se cernía sobre el futuro del pueblo judío. Para él, la diáspora -sobre todo en su sentido moderno- era una realidad de automenosprecio nacional frente a la potestad de la cultura ajena y de atrofia de la propia creación cultural; el retorno a la patria, entonces, cobraba toda la relevancia de una redención de la diáspora en el sentido de creación de las condiciones que hicieran posible un desarrollo nacional a partir de las fuentes propias y de la elección consciente de la influencia exterior que armonizara con las propias pautas.
Las expresiones más rotundas de la "negación de la diáspora" sumaron todos los criterios descriptos y se sintetizaron en una formulación sumamente radical. Para escritores como Mija Iosef Berdichevsky y Iosef Jaim Brener, la diáspora no es solamente una situación política y económica y un estado social y cultural, sino que es un tipo de existencia fundamentalmente negativa que se manifiesta en todos los aspectos de la vida del pueblo. A ellos les repugna tanto la asqueante realidad de la "Zona de Residencia" judía en el este de Europa como la inautenticidad del judío asimilado al Occidente. Una y otra denigran la dignidad humana, minan la moral y fragmentan y violan la integridad de la vida. En ese contexto, la diáspora significa una situación deforme de la existencia humana: el alejamiento de una vida natural y plena en todo cuanto hace a las fuentes de sustento, a las relaciones con el prójimo y con la sociedad, a la creación cultural en todos sus ámbitos. Y por eso, la salida de la diáspora no implica únicamente un cambio en la situación del pueblo, sino también un reacondicionamiento de la estructura de la personalidad judía, enmarcado por el proceso de reestructuración de la vida judía toda.
La importancia que lo antedicho cobra para nuestro análisis es muy grande, porque si bien no hay en ello una referencia concreta a la relación entre la patria y la golá, hay en cambio un intento de bosquejar muy nítidamente los imágenes contrapuestas de la diáspora y de la patria. Y la importancia práctica de ello radica en que para el sector más consecuente del sionismo, que fue el que asumió las funciones de la conducción y de la realización, la relación patria-dispersión expresó la más radical de las antinomias. La diáspora es una existencia indigna desde el punto de vista político, económico, social y ético-personal. No solamente no tiene perspectivas de prolongarse, sino que tampoco tiene derecho a ello. Patria es la base territorial que le permitirá al pueblo judío ser la mayoría de la población, ser políticamente soberano, y reorganizar su vida nacional sobre nuevos fundamentos personales. Y no puede caber duda de que esa autoimagen de los realizadores del sionismo dejó su indeleble huella en las relaciones concretas entre la patria y la golá, ya que Eretz Israel tuvo que asumir una actitud al respecto. Más aún, en todo intento de enfrentar hoy en día el carácter de esa relación se hace imprescindible examinar otra vez los conceptos de golá y de patria. Las definiciones de los arquitectos del sionismo clásico, ¿siguen teniendo hoy vigor total a parcial? Unicamente una clara respuesta a ese interrogante nos dará la clave para encarar desde una perspectiva histórica el juego de los dos conceptos, en una relación que tome en cuenta también una visión del futuro.
E
Como quedó dicho, la concepción de la relación patria-golá, desde el ángulo de la realidad que iba cobrando cuerpo en Eretz Israel, se basó en la más rotunda negación de la diáspora. Pero también tomó en cuenta la experiencia directa de la realidad eretzisraelita, es decir, no estuvo exenta de una dosis de realismo no sólo en cuanto se refería a la vida judía en la diáspora, sino también en cuanto tocaba a las posibilidades y a las dificultades de la edifición de Eretz Israel como patria de la nación judía. Creo que en cuanto a ese enfoque, correspondería iniciar el análisis con la doctrina de A. D. Gordon -por más que nada tiene de típica- por su arraigo en la ideología sionista lata (en eso Gordon fue casi único entre los pensadores surgidos en el país) y también porque ella refleja claramente el realismo del enfoque eretzisraelita de la esencia de la diáspora y de las dificultades para la construcción de la patria. En cierto sentido, la doctrina de A. D. Gordon es una versión eretzisraelí de la concepción de Ajad-Haam. Apresurémonos a señalar que a pesar de que Gordon concibió la diáspora como una existencia peyorativa, no se identificó con la actitud negativa que frente a la creación judía en la golá asumieron Brener y Berdichevsky. A Gordon, el hecho de que a pesar de las condiciones de la diáspora el pueblo judío hubiese logrado crear una obra espiritual de tanto valor, que hasta tuvo la virtud de impedir su desaparición, le resultaba admirable. Pero Gordon no dejaba de comprender que el proceso de construcción de Eretz Israel como patria judía seña sumamente prolongado. Sólo gradualmente podría pasar el pueblo judío a vivir a su país y a crear en él un nuevo estilo de vida. Entonces, ¿qué sucedería entre tanto con la diáspora? La asombrosa respuesta de Gordon fue que incluso en el mismo Galut había que iniciar el proceso del éxodo espiritual. Porque si la diáspora no era meramente un concepto geográfico y político, sino sobre todo humano, social, cultural, la empresa de abandonarla aún antes de salir de ella resultaba bien posible. ¿Cómo? Retornando a una vida de creación y renunciando a la existencia parasitaria de los judíos en el plano económico, cultivando la lengua hebrea y procurando crear una educación y una cultura hebreas. Con ello, el pueblo judío, aún en la diáspora, lograría evadirse de ella. Y A. D. Gordon no temía en modo alguno que con esos pasos el pueblo se alejaría de Eretz Israel. Todo lo contrario. E1 anticipado regreso del pueblo judío a sí mismo en la golá, lo uniría a Eretz Israel asegurando una continua corriente de inmigrantes y haciendo posible que los judíos recurriesen a la creación social y cultural de Eretz Israel no como imitadores, sino como copartícipes. De sumirse el pueblo judío, en todo el mundo, en un único y mismo proceso, la construcción de Eretz Israel se convertiría en e1 foco de la actividad común. Pero faltaba precisar aún en qué sentido sería Eretz Israel el centro del pueblo judío. En primer lugar, precisaba Gordon, la conducción del movimiento sionista, que pasaría a ser el liderazgo de todo el pueblo, inmigraría a Eretz Israel estableciendo en ella sus instancias. En segundo lugar, la inmigración fluiría constantemente de la golá al centro. En tercer lugar Eretz Israel sería un ejemplo educativo. Pero como ya quedó dicho, convenía que el cambio de la situación de la diáspora se iniciase y hasta continuase en ella, porque sólo de ese modo cobraría sentido el nexo entre el pueblo y la obra sionista en marcha en su propio país. Creo que hay mucho de instructivo en ese intento gordoniano de reinterpretar el concepto del centro cultural ajad-haámico, insuflándole un contenido concreto.
Totalmente distinta fue la concepción de Iaacov Klatzkin, que se basó en dos premisas extremas y simples sobre el futuro de la diáspora. Esta, sostuvo en primer lugar, no podrá subsistir en las condiciones modernas. La dinámica natural del galut conduce a la dilución del pueblo judío en el seno de los demás. Apoyada en sus marcos organizativos obligatorios, la religión judía. significó una valla de contención, en el pasado, frente al avance de la asimilación. Pero la obligatoriedad de tales marcos ha perimido en el presente y sin necesidad de abandonar la fe judía, su efectividad desde el plinto de vista nacional se ha agotado y ningún otro factor puede suplirla. En segundo lugar -afirmó Klatzkin- la persistencia de la diáspora es in conveniente porque le impone al judío una vida cultural escindida, y personal y nacionalmente lo condena a la humillación y a la atrofia. La conclusión que aparentemente cabe extraer de tales premisas es la de Herzl: el pueblo judío ha llegado a una encrucijada. Quienes deseen seguir siendo judíos irán a Eretz Israel, mientras que los que resuelvan permanecer en los países de su residencia se diluirán en su medio. La elección es realmente posible, por más que a Klatzkin se le aparece como indigna y amoral. Pero al revés de Herzl, considera Klatzkin que el proceso de edificación de Eretz Israel será muy dilatado y de que para poder coronarlo con éxito se hace imprescindible asegurar la existencia de la dispersión. Dicho de otro modo: el galut debe subsistir todo tiempo que siga en marcha el proceso de construcción de Eretz Israel. Para Klatzkin, ello es factible. Por supuesto, no hay ninguna posibilidad de impedir del todo la asimilación, pero cabe en cambio aminorar su ritmo con medidas adecuadas, artificiales, como la instauración de marcos educativos hebreo-nacionales e instancias organizativo-comunitarias. Tales instituciones podrán prosperar a condición de aplicarse a capacitar al pueblo judío para su emigración a Eretz Israel. Es que una educación encaminada a formar una personalidad forzada, con miras a continuar existendo artificialmente en la diáspora, no se justificará moralmente ni será viable. Klatzkin, entonces, estuvo convencido de que la edificación de Eretz Israel permitiría prolongar la existencia de la golá durante varias generaciones, y de que la concreción del centro nacional de Eretz Israel en el curso de ese lapso posibilitaría la crucial alternativa: la inmigración al mismo de los que optasen por afirmar su judaísmo, y la asimilación al medio de los demás. Si la posición de A. D. Gordon reinterpretó la de Ajad-Haam, la de Klatzkin hizo lo propio con la de Herzl.
Al mencionar la doctrina de Klatzkin corresponde recordar la de Iejezkel Koifman, pese a que ambas se hallan muy próximas en su apreciación del problema de las relaciones entre la patria y el galut. Lo que presta relevancia al pensamiento de Koifman es la metódica y profunda investigación histórica que la apuntala y su concepción sobre el papel de la religión en la vida del pueblo judío en la Edad Moderna. A1 igual que Klatzkin, Koifman entiende que fue la religión el factor que aseguró la supervivencia del pueblo judío en la diáspora hasta iniciarse los tiempos modernos. Pero contrariamente a aquel, Koifman no vio lo fundamental del papel de la religión en sus marcos organizativos obligatorios, sino en su autoridad absoluta, expresada en la imposición de un estilo de vida que abarcaba la totalidad de la existencia judía. En sus orígenes, sostiene Koifman, la religión judía no fue nacional. Encarada a priori, fue y es una religión universal. Sólo que en la práctica cohesionó al pueblo y, por el hecho de no ser nacional por su esencia, logró mantener al pueblo judío en condiciones en que otros pueblos se disgregaron y diluyeron. Verdad es que en la Edad Moderna, el vigor de la religión judía, en ese sentido, ha perimido. Pero ello es así no porque la cultura moderna anula su fe o socava sus reglas de vida. Todo lo contrario. La religión, como tal, es un fenómeno que hace a la esencia del espíritu humano y no habrá de desaparecer ni siquiera en la cultura moderna. La causa del debilitamiento de la efectividad de la religión radica en que en la civilización laica, la religión ya no estructura todos los ámbitos de la vida y de la creación, sino que se limita a un solo aspecto de la cultura. Por eso, bien es posible la persistencia de un importante conglomerado judío en la diáspora que se conserve fiel a la religión judía, ya sea siguiendo los moldes de la ortodoxia u otros más a tono con los conceptos y los estilos modernos. Sólo que esa definición religiosa no se convertirá ipso facto en una autodeterminación nacional. De modo que lo que se hace imposible en la diáspora es la existencia nacional judía. Y pese a ello, Koifman no deja de sostener insistentemente que el proceso de asimilación nacional en la diáspora ha fracasado, siendo la religión la que -cierto es que por una vía negativa- provocó ese fracaso. La férrea decisión de un sector suficientemente amplio del pueblo judío de mantenerse fiel a su religión, y la negativa de otro sector judío a convertirse para lograr todos los frutos de la Emancipación, hizo que el medio gentil, forjado en la fragua del cristianismo, continuara rechazando a los judíos como extraños. Fue así como los judíos quedaron siendo un grupo nacional desprovisto de los bienes y de los derechos de las naciones, con lo que las penurias de la diáspora se agravaron aún más. Para Koifman, ésa fue la fuerza que puso en marcha al movimiento nacional judío moderno. Claro está que esa misma fuerza puede ser considerada la plataforma para la continuación de la vida nacional judía en la diáspora, pero su actividad es negativa. El vigor del pueblo judío se irá debilitando por la total integración al medio y por la pérdida de los rasgos positivos distintivos de la cultura nacional propia de muchos individuos judíos. A lo sumo, podrá reducir el ritmo de la asimilación por medios artificiales como la educación hebrea y sionista para permitir que la golá sirva de reserva a la edificación de la patria, pero no por mucho tiempo.
Para agotar ese enfoque característico del pensamiento sionista eretzisraelita en cuanto al tópico del futuro del pueblo judío en la diáspora, todavía debemos agregar al análisis de las posiciones de Klatzkin y de Koifman dos conceptos que aparecen en las doctrinas de Lilienblum, Pinsker y Bórojov. El primero es el del antisemitismo como fenómeno estable de la sociedad europea, por lo menos en el futuro previsible. Ese antisemitismo se intensificará y amenazará la seguridad física de los judíos en los países europeos. El segundo es el de que la opresión económica en que viven sumidas las masas judías del este de Europa no tiene remedio. Su pasada base de subsistencia ha quedado destruida y los judíos no tienen perspectivas de incorporarse al sistema económico que habrá de surgir a través de muchas conmociones. Verdad es que existe la posibilidad de hallar refugio en Estados Unidos y, efectivamente, la corriente de emigrantes hacia ella es ininterrumpida. Pero ese refugio es sólo temporario. En definitiva, el pueblo judío no encontrará en América del norte el remedio para los males del galut, por lo que hay que acondicionar a Eretz Israel como último puerto para el pueblo errante. Retornando a ella masivamente, el pueblo judío resolverá de una vez por todas su problema. Es en base a ese sistema que había que edificar en la práctica la relación entre la población sionista de Eretz Israel y el pueblo judío en la diáspora. Pero con ello pasaríamos del ámbito de la ideología al terreno de los hechos, que no es el que nos interesa en este trabajo. Nos limitaremos, entonces, a señalar las tres tendencias de la acción desarrollada, sobre todo en los marcos de la Organización Sionista:
a) conquistar para la población sionista de Eretz Israel una posición dominante en las instancias del movimiento para infundir mayor vuelo a la construcción, la inmigración y la colonización; b) asegurar para el movimiento sionista una gravitación dominante en el seno del pueblo judío y cohesionar los factores de peso económico y político del pueblo en las tareas de abrir las puertas de Eretz Israel a una aliá masiva y financiar su integración a la población judía eretzisraelita; c) amliar en todo lo posible la actividad de los movimientos sionistas jalutzianos, como impulsores de la inmigración y de la colonización. En ese sentido, de hecho, el sionismo eretz-israelita actuó como "centro espiritual" del pueblo judío en la dispersión. Fue esa una intensa acción educativa para conquistar a la juventud judía, salvarla de la asimilación, educarla en la cultura hebrea y orientarla hacia la inmigración a Eretz Israel y la colonización en ella. No es difícil advertir que en la base de todo ese multifacético quehacer se perfilaba la premisa de Klatzkin y de Koifman de que la golá podía ser prolongada "artificialmente" con una educación hebreo sionista exclusivamente orientada hacia la construcción de una patria judía en Eretz Israel, pero que el tiempo apremiaba tanto por el peligro de la asimilación como por la amenaza del antisemitismo. Una visible tensión escindía y enfrentaba dos necesidades imperiosas y opuestas: un desarrollo gradual que asegurase la cristalización de una población sana, y el apremio nacido de la convicción de que había que aprovechar el tiempo al máximo y absorber una inmigración cuanto más masiva. En ese plano, él péndulo osciló entre una y otra solución, pero por lo general se impuso la premonición de la calamidad que acechaba al pueblo judío en la diáspora y que ordenaba salvar sin demora a cuantos fuera posible. Creo que fue ese sentimiento el que determinó la actitud del movimiento sionista eretzisraelita hacia la golá y la naturaleza de su acción educativa y socio-política en la dispersión.
Pero lo que acabamos de decir debe ser entendido sobre el trasfondo europeo. Los ideólogos clásicos del sionismo solían referirse a la esencia de la diáspora con generalizaciones - a pesar de las grandes diferencias existentes entre el oriente y el occidente europeo - diferencias que se expresaron en la cristalización de las diferentes ideologías nacidas en terrenos tan diversos, haciendo de América un capítulo aparte. Al nacer el movimiento de los "Amantes de Sión" hubo quienes pensaron que América podría servir de solución alternativa a Eretz Israel para redimir políticamente al pueblo judío. Al desencadenarse el éxodo de las masas judías hacia los Estados Unidos, el sionismo se convirtió prácticamente en la contrapartida idealista de la emigración surgida por la necesidad. Los dos grandes y nuevos centros judíos del siglo veinte, Eretz Israel y los Estados Unidos, surgieron paralelamente y a partir de la misma fuente demográfica. Era imposible desentenderse de ese hecho pletórico de significación. Para un ideólogo como Ajad-Haam, el doble fenómeno no venía cargado de tensiones. Puesto que él no creyó en la posibilidad de que Eretz Israel resolviese el "problema de los judíos", la dualidad concurría a llenar una doble misión. Las masas que buscaban remedio a sus penurias económicas y a las persecuciones antisemitas hallarían la vía de América, mientras que los pocos idealistas interesados en el "problema del judaísmo" lo resolverían ascendiendo a Eretz Israel. El "centro espiritual" a erigirse en Eretz Israel brindaría también la solución al “problema del judaísmo” de los judíos que emigrasen al nuevo continente o que permaneciesen en una Europa liberada de la presión de los excedentes de la población judía. Para los pensadores que veían sólo en el sionismo la doble solución, la competencia América-Eretz Israel complicaba las cosas. El éxito del sionismo, empresa única en la historia judía, parecía exigir que tras la élite idealista afluyesen a Eretz Israel las oleadas migratorias masivas, hecho éste que no tenia visos de concretarse, por lo menos durante el período más importante de la emigración judeo-europea a los Estados Unidos. Por otra parte, estaba claro que resultaba imposible pretender cambiar el destino de la corriente migratoria inmanente mientras el proceso de edificación de Eretz Israel se desenvolvía con un ritmo tan lento y, por su mismo carácter de obra idealista, por un camino sembrado de escollos internos y externos. La respuesta ideológica a ese problema merece una detenida consideración, pero también ella escapa a los marcos de este trabajo. En líneas generales puede afirmarse que la emigración a los Esta-dos Unidos, para los pensadores sionistas europeos, no fue sino un acto típico de la existencia galútica, en cuyos marcos el judío errante tomó nuevamente su cayado para pasar de un exilio a otro. ¿Acaso no se había repetido ya muchas veces ese tránsito de país a país debido a las expulsiones y a las persecuciones? La nueva emigración de Europa a América reactualizaba el cuadro de un apresurado traslado dentro de la dispersión. América no resolvería "el problema de los judíos". A lo sumo, serviría de albergue nocturno. No pasaría mucho tiempo y los peligros del exilio se perfilarían también en el nuevo mundo. Por lo tanto, la verdadera solución estaba en la aliá a la patria y no en una mudanza dentro de la golá. Y con todo, el contacto directo entre los emisarios y los dirigentes del sionismo eretz-israelita y la nueva realidad judía en los Estados Unidos -especialmente su movimiento sionista- convocaba a proceder a una reorientación, al menos en el ámbito práctico. Terminante y claro es en ese sentido la posición que hallamos en la doctrina de Jaim Arlózorov. El captó que la diáspora de los judíos de los Estados Unidos no encajaba en la categoría histórica de las diásporas europeas. La rápida concentración de la emigración judía y el sustrato político social pluralista y libre de los Estados Unidos permitirían la configuración de un nuevo fenómeno: el de una diáspora que recibiría los beneficios de la Emancipación sin verse forzada a asimilarse totalmente al medio, es decir, posibilitada de conservar la especificidad cultural y nacional judía en un régimen de libertad. Para Arlózorov todo dependía del libre albedrío debidamente orientado. Una acción educativa sistemática y amplia tendría la virtud de evitar la asimilación judía y de promover un proceso de renacimiento nacional y cultural judío en los Estados Unidos. Eso no quiere decir que Arlózorov alteró por eso su concepción esencialmente sionista. Para él, los Estados Unidos no dejaban de ser parte del galut, y como tal quedaban incluidos en la premonición general, que en su concepción abarcaba tanto el desarrollo económico futuro como la imposibilidad de crear una cultura nacional propia. La diferencia entre Arlózorov y los pensadores antes citados estaba únicamente en que el primero entendió que los Estados Unidos ofrecían una base concreta para la actividad educativa que aseguraría el vínculo con el sionismo y con la población judía de Eretz Israel. Por eso, Arlózorov reclamó del judaísmo norteamericano el mismo embanderamiento cultural que exigió Ajad-Haam. De un modo u otro se hizo claro que el papel del judaísmo estadounidense en la concreción de la obra sionista sería distinto del judaísmo europeo. Los judíos de los Estados Unidos configuraban una diáspora y un sionismo distintos, por lo que la relación entre ellos y la patria en construcción reclamaba también una formulación diferente.
F
Esa definición, que no cristalizó en una fórmula ideológica sistemática en el pensamiento sionista en Eretz-Israel, comenzó a decantar en cambio en el pensamiento judío en los Estados Unidos. Creo que puede calificársela de versión norteamericana de la doctrina ajadhaámica. No sólo está ausente de ella la negación de la golá sino que hasta aparece en ella a veces un perceptible tono de afirmación de ésta, como valor que singulariza al pueblo judío. En la formulación laica de Louis Dembitz Brandeis, Eretz Israel debe brindarle al miembro del pueblo judío esa misma libertad de que goza el hijo de todo otro pueblo: la de optar entre la permanencia en su patria nacional y la radicación en Cualquier otro país dispuesto a acogerlo. En el fondo, esa definición significaba la equiparación del judío norteamericano a los miembros de todas las demás colectividades étnicas de los Estados Unidos. También el judío estadounidense merecía contar con una madre patria que fuese una especie de hogar nacional y cultural que no lo obligase a vivir en él. En Eretz Israel renacerían la lengua y una rica cultura hebreas. Los judíos radicados fuera de ella se sentirían pertenecer a un pueblo con una cultura propia, lo que los llenaría de orgullo. Y dicho sea de paso, es típica de esa posición la tendencia a ver el presente conforme a lo anhelado. Bastará una población judía pequeña, pero activa en los planos social y espiritual -sostuvo Brandeis- para brindarle al judío norteamericano esa sensación de pertenencia y de igualdad. ¿Y en qué se expresaría en la práctica el nexo con Eretz Israel? En el aporte económico y político a la construcción y al progreso de la población judía de la misma. Los judíos necesitados (y esa expresión excluir a los judíos estadounidenses) o deseosos de ascender a Eretz Israel serían los que erigirían la patria judía. Los demás, los identificados con sus respectivos países ayudarían a los primeros en la medida de su capacidad. Claro está que Brandeis no vió ninguna contradicción entre la ayuda prestada a la edificación de la madre patria y la fidelidad a la patria norteamericana. Por el contrario: puesto que la construcción de la vieja patria coloca al judío estadounidense en un plano de igualdad con sus conciudadanos. permitiéndole cooperar en lo que él capta como ideal moral-político de los Estados Unidos, ambas finalidades se complementan. El judío sionista es mejor ciudadano estadounidense que el judío no sionista.
La versión sionista de entraña religioso-reformista de I. L. Magnes va mucho más lejos aún en su afirmación del galut. Para él, él pueblo judío puede sobrevivir incluso sin radicarse a Eretz Israel. La asimilación no lo doblegará puesto que los judíos no son un pueblo como todos. Su singularidad está en la Torá que se basa en principios de la moral universal y en su capacidad de mantener vínculos de hermandad entre todos los fragmentos de su dispersión, como pueblo eterno. Magnes no precisa cómo se asegurará la vigencia de su aserto, pero él sostiene la existencia de sutiles nexos fraternos entre los judíos de todos los países en base a su común contenido espiritual. Eretz Israel le es necesaria al pueblo judío para concretar en un lugar, en su plenitud, el ideal espiritual del judaísmo. En ella debe surgir una sociedad judía basada en valores éticos, justa, a tono con los ideales de los profetas. Esa sociedad robustecerá el vínculo entre el pueblo judío y su Torá, con lo que se apuntalará la existencia del pueblo mismo. Pero su doctrina no propugna de ningún modo la "normalización". El pueblo judío, para Magnes, no debe ser como todos los demás: No debe verse en él un pueblo en razón de su mero vínculo con un país o con un Estado. Todo lo contrario: puesto que se trata de un pueblo elegido. con una misión universal, los judíos deben permanecer también en la diáspora. Precisamente serán las dilaciones mutuas entre la patria que concreta los ideales espirituales del judaísmo en una realidad social indivisa y la diáspora que caracteriza al pueblo judío como pueblo eterno, las que asegurarán la supervivencia del pueblo tanto en su unidad como en su excepcionalidad.
Una tercera versión estadounidense que representa un aporte ideológico singular a la doctrina de Ajad-Haam es la que enunció Mordechai Kaplan: si bien Eretz Israel es vital para que el judaísmo subsista y se desarrolle plenamente como civilización, ella no puede resolver el problema de la existencia de todo el pueblo judío ni puede subsistir sin el concurso de una diáspora arraigada en sus respectivos países y, simultáneamente, fiel al judaísmo. A estar a su versión, la "negación de la golá" llevada a sus últimos extremos implicaría echar por tierra las perspectivas del movimiento renacentista judío en su patria. El sionismo podrá realizarse y el Estado judío podrá perdurar incluso en el caso de comprobarse que el pueblo judío puede seguir existiendo en un régimen de Emancipación. Y esa posibilidad, a juicio de Kaplan, existe. Si la idea de la democracia moderna será aplicada como corresponde, los judíos podrán erigir marcos comunitarios propios que velarán por su supervivencia como conglomerado organizado. Ese conglomerado subsistirá en la diáspora a través de la contradicción fecunda que se dará entre la conservación de la propia cultura religiosa y el nexo positivo con la cultura humanista de los países democráticos, mientras que en Eretz Israel el pueblo judío vivirá su plenitud dentro de su propio medio cultural. Sólo que Kaplan, al revés de Magnes, no se conforma con un contacto indefinido entre las colectividades diaspóricas y la comunidad radicada en su propia patria judía. Su tercer aporte al pensamiento sionista es su idea de que hay que cohesionar al pueblo judío todo en un marco organizativo amplio y común, que ensanche los vínculos recíprocos entre las distintas partes del pueblo y exprese el principio espiritual que lo unifica.
G
Con cierto esquematismo puede afirmarse que lo que caracterizó al sionismo eretz-israelita, sobre todo en sus sectores jalutzianos, fue una interpretación más realista (en cuanto se refiere a las dificultades y el tiempo requerido para la realización sionista) del pensamiento herzliano, mientras que lo que caracterizó al sionismo norteamericano fue una interpretación más realista (en cuanto respecta a las aspiraciones de la colectividad judía diaspórica) del modo de pensar ajad-haámico. Pero en cuanto surgió el Estado de Israel sobre el trasfondo de la hecatombe bel judaísmo europeo se creó una situación apremiante que obligó a los partidarios de ambas concepciones a reexaminar las propias posiciones a la luz de los argumentos del adversario. Nacido el Estado, aniquilado el grueso del judaísmo europeo, la relación patria-golá se planteó crudamente en un nuevo contexto.
Lo primero que resalta al examinar esa nueva situación fue que el problema excedió los límites del movimiento sionista y se ubicó en el campo mucho más amplio de la vida del pueblo judío todo. Cierto es que tampoco antes de surgido el Estado ningún movimiento organizado del pueblo judío pudo ignorar al sionismo ni a la población judía organizada de Eretz Israel. Sólo que ahora ya no tuvo cabida una actitud polémica sobre la justificación o sobre el realismo de la aspiración sionista, sino que hubo que reconocer lo decisivo del hecho acaecido. El Estado de Israel extrajo al sionismo del ámbito de su propio movimiento, incorporó en su seno colectividades enteras de la diáspora y erigió una representación internacional del pueblo judío entero, convirtiéndose en símbolo de la unidad del pueblo judío y en foco de la responsabilidad judía mancomunada. Y el hecho de que el Estado hubiera surgido después del Holocausto contribuyó a cristalizar el consenso nacional. No sólo los asionistas sino también muchos de los antisionistas reconocieron lo decisivo del hecho de la concreción de la idea sionista. Para decirlo con mayor precisión, en la práctica se produjo un reconocimiento de que la idea sionista estuvo justificada en lo que hacía al pasado. Imposible resultaba confesar la importancia del Estado de Israel sin reconocer lo acertado de la idea que le sirvió de base. Pero la confesión a posteriori de la justicia pasada del movimiento nada prejuzgaba en cuanto al futuro: ¿acaso también después de creado el Estado judío seguía siendo la idea sionista un programa a realizar? ¿Y acaso no cabía el apoyo incondicionado al Estado de Israel sin aceptar al sionismo como objetivo vigente? Aquí exponemos la causa del desconcierto del sionismo después de erigido el estado, sobre todo en cuanto a las ideas expuestas por el sionismo estadounidense.
En ese sentido, difícil resultaba hacer distingos entre los sionistas y los no sionistas simpatizantes del Estado de Israel. Pero el desconcierto fue general, porque nacía de la conciencia de que mientras el sionismo luchaba por sus fines se había producido un cambio sustancial en la situación del pueblo judío, tanto en la diáspora como en la patria.
El primer aspecto de. ese cambio tocaba a la identidad de la diáspora. Como ya quedó dicho, la ideología sionista clásica apuntó esencialmente a la diáspora europea. Después de la hecatombe nazi, habiéndose corrido la cortina de hierro sobre el judaísmo soviético y habiendo ascendido a Israel la parte sustancial del judaísmo islámico, la diáspora que aún contaba para la relación patria-golá era el judaísmo masivo de los Estados Unidos y, a su vera, las colectividades más reducidas del occidente. Ni que decir cabe que la diferencia registrada no era solamente geográfica. Se trataba ahora de una diáspora que gozaba de los beneficios de la Emancipación y que había arraigado en su medio, diferenciándose de la diáspora de Europa oriental por su misma esencia. La paradoja era desconcertante: el Holocausto que había demostrado la justeza del vaticinio sionista- y la creación del Estado -que había rubricado la certeza de la solución sionista- se dieron justamente cuando también el movimiento emancipatorio, orientado a una dirección contraria a la de la idea sionista, había logrado igualmente su objetivo de un modo ciertamente impresionante. Había surgido un judaísmo rico, incorporado a una economía moderna, que participaba de un modo sobresaliente en el desarrollo cultural, científico, literario y artístico de los países en que se había establecido, y que hasta era sobradamente influyente como grupo. Los rasgos característicos de la diáspora, tal como los había descripto la ideología clásica de sus "negadores", no resultaban aplicables a su caso y los judíos que la integraban se guardaban bien de definirla como golá en el sentido de exilio, prefiriendo llamarla tfutzá, dispersión. Mas aún: del mismo modo que en el pueblo judío había arraigado incólume la idea de la importancia del Estado, se había difundido en él el concepto de que el mantenimiento de la diáspora en su renovado vigor actual constituía un requisito indispensable del afianzamiento de Israel. La nueva diáspora, en ese nuevo consenso, ya no era sólo una fuente de la que se nutría la patria judía. Por su potencialidad, ella representaba un imprescindible sostén económico y político, con lo que la debilidad económica, social y política de la diáspora repercutiría de inmediato perjudicialmente sobre Israel. La emancipación y la autoemancipación, procesos que se habían iniciado con derroteros opuestos, habían logrado junto su concreción, condicionando recíprocamente su futuro.
Fue la conciencia de ese hecho la que originó el desconcierto del sionismo eretz-israelita. ¿Cuál debía ser la actitud sionista del Estado de Israel ante la golá del mundo libre? ¿Reclamar la aliá de sus hijos como manifestación típica de su identificación? Y si lo que debía pretender era sobre todo un apoyo moral, político y económico al Estado, ¿había que hacer presente que lo que el mismo esperaba del movimiento sionista era algo más que lo que pretendía de las organizaciones judías no sionistas? Era procedente establecer dos sistemas de relaciones y dos políticas diferentes, para el movimiento sionista por un lado y para los demás sectores del pueblo judío por el otro?
Al parecer, la transformación operada no se agotó en lo antedicho. Tal como ya se señaló, la emancipación y la autoemancipación arribaron simultáneamente a sus grandes victorias, pero los éxitos respectivos distaron de ser completos. La diáspora postemancipatoria no logró ni la tranquilidad ni la seguridad. Mientras seguía en el deber de defenderse y de observar atentamente los estados de ánimo de la sociedad gentil para alertar al pueblo frente a posibles amenazas, se perfilaban ya los graves problemas nacidos de la Emancipación misma: la brecha entre los formidables logros individuales y los mezquinos éxitos del conglomerado como tal, la debilidad de los marcos públicos de la vida judía tanto por su número como por su capacidad de mover a las masas a la acción, y la desigualdad entre el impresionante desarrollo de la cultura general frente a lo magro del progreso de la cultura judía. ¿Acaso el judaísmo de los países del mundo libre sería capaz de frenar el proceso de una asimilación total? ¿Acaso sería capaz de llevar una vida de contenido netamente judío fuera de los marcos cerrados de la ortodoxia extrema? ¿Acaso podría desarrollar una actividad pública judía notable a largo plazo?
Interrogantes paralelos cabe plantear ante la realidad configurada en el Estado de Israel. Desde el momento mismo de su fundación afrontó Israel la enconada oposición organizada de los países árabes; el reconocimiento internacional que le fue otorgado no fue unívoco. En su seno se perfilaron tensiones extremas derivadas de dos factores básicos: la absorción de una inmigración masiva procedente de los países más diversos, y la contradicción no resuelta entre el sector religioso-ortodoxo y el laico. De resultas de la influencia recíproca de esos dos factores, la sociedad israelí no sólo pasa por intensas conmociones sino que acusa un proceso de fragmentación interna y de distanciamiento del común denominador del judaísmo. Los pensadores judíos de los países de la diáspora que aducen que también los judíos del Estado de Israel atraviesan por un proceso de asimilación, tienen en qué basarse.
Se ha hecho necesaria, entonces, una nueva definición de la golá y una nueva evaluación de su futuro, así como una definición actualizada del significado de la vida en la patria. Se ha hecho necesaria, también, la determinación de una política clara en cuanto a la relación entre la patria y la golá. El debate persiste hoy en día, sin definición. Si me estuviese permitido concluir ese análisis con una opinión personal, diría que en la discusión se han perfilado nuevamente los dos esquemas esenciales : el de Herzl y el de Ajad-Haam. En la concepción neoherzliana, todavía cabe ver en la diáspora judía, incluyendo la del mundo libre, una golá, en un sentido bastante aproximado al que tuvo la diáspora europea antes del Holocausto. La tranquilidad y la seguridad del judaísmo de los países del mundo libre son inestables. La calma puede interrumpirse repentinamente y los citados países pueden enfrentarse un buen día con una nueva oleada de antisemitismo; por lo demás, la asimilación va corroyendo a ese judaísmo. Verdad es que los judíos de la diáspora contemporánea no pueden ser descriptos como oprimidos ni como débiles, pero ellos carecen del poderío necesario para defender por sí mismos sus derechos y asumir toda la responsibilidad por su destino. Además, les falta igualmente la base necesaria para una creación socio-cultural significativa. Tales premisas se dan en cambio en el Estado de Israel; pero éste tampoco es un logro pleno. Mientras las mayoría del pueblo judío vive fuera de sus fronteras e Israel no ha superado las dificultades de la absorción de la aliá y la creación de una infraestructura demográfica, económica, cultural, no puede servir adecuadamente de patria del pueblo judío todo, ni asegurar su propia subsistencia pacífica en sus relaciones con los países árabes y con las restantes naciones del mundo. Es preciso, entonces, que la obra continúe y que la diáspora siga siendo la fuente de crecimiento y robustecimiento del Estado de Israel.
Frente a ese enfoque, acorde al esquema de pensamiento ajadhaámico la diáspora del mundo libre no debe ser vista hoy en día como golá. Esa diáspora ha puesto en evidencia que es capaz de llevar una vida judía organizada, de asegurar la educación judía de sus niños y la creación espiritual judía, y de defender por sí misma sus derechos. Cierto es que el Estado de Israel conlleva la ventaja de una vida judía plena, sirviendo de foco de la actividad judía y encarnando la unidad y la mutua responsabilidad de todos los sectores del pueblo judío, pero no menos cierto es que el Estado de Israel tiene fallas que la diáspora puede subsanar. Por lo tanto, la necesidad que la diáspora del mundo libre tiene del Estado de Israel no configura una dependencia unilateral de la periferia con respecto al centro. También el centro depende de esa periferia, que entre tanto ha erigido su propia infraestructura independiente. En ese sentido, el Estado de Israel es un logro definitivo. Necesita crecer, fortalecerse, desarrollarse, debe estar pronto a acoger a las diásporas cuya situación se haga difícil, debe arribar a la paz y a la estabilidad interna. Pero en todo ello debe verso una obra de robustecimiento de algo ya hecho, y no una complementación de algo parcial. En sus líneas generales, la empresa ha sido levantada. Las relaciones entre la patria y la golá, en ese esquema de pensamiento, configuran una relación entre centros independientes y coexistentes que cooperan mutuamente en consonancia con sus particularidades. En relación entre Israel y la diáspora es una cooperación destinada a conservar y a fortalecer la situación existente.
Aunque el enfrentamiento ideológico no ha quedado zanjado, parece ser que en la práctica, tanto en la diáspora como en el Estado de Israel, ha terminado por imponerse el esquema ajad-haámico. Fue ésa la salida más cómoda para la conducción judía de la diáspora y de Israel, sobre todo porque ambas procuraron la independencia de sus establishment respectivos. Los dirigentes del Estado de Israel quisieron agotar el logro de la restauración del Estado. Ellos no dejaron de captar la potestad que encerraba la soberanía como autoconciencia de una estructura socio-política completa. Por consiguiente, la teoría abrazada por esa conducción, la de que con el surgimiento del Estado de Israel el movimiento sionista había completado su misión, fue bien comprensible en su caso. Ella se expresó claramente en los ámbitos internos: colonización, economía, ayuda social, integración de la inmigración y educación. Todas esas funciones, que estuvieron a cargo de organizaciones sociales voluntarias, pasaron a depender de una administración gubernamental centralizada y a partir de entonces el concepto "sionista" dejó de tener para el ciudadano del Estado de Israel todo sentido concreto, fuera del cumplimiento de las obligaciones cívicas. Pero no sólo en el frente interno, sino también en las relaciones con la golá se hizo sentir el cambio. La intervención directa de los dirigentes sionistas de la diáspora, a través de la Organización Sionista Mundial, en los problemas atinentes a la colonización, a la economía y a la sociedad en Eretz Israel, tocó a su término. El principio adoptado fue el de que la conducción judía de la diáspora se constreñiría a su propio ámbito y las instancias del Estado al suyo, mientras que las relaciones entre ellos serían las que cuadran a organismos independientes que cooperan entre sí.
Como es natural, tales relaciones se expresaron en un apoyo económico y político, y no en la aliá. Porque la alía que no deriva de la presión de la necesidad sino de la conciencia, de la identificación nacional del individuo con Eretz Israel, compromete a crear previamente un sentimiento de pertenencia y de compromiso directo, y a asegurarle al inmigrante el derecho de influir por medio de su movimiento en la absorción en el país. De hecho, la conducción sionista de Israel dejó de plantear la aliá como la exigencia fundamental dirigida a los judíos de la diáspora. La premisa que se impuso fue la de que la aliá provendría de los países en que los judíos viviesen oprimidos de algún modo, y que los judíos del mundo libre cooperarían materialmente en la integración de sus hermanos inmigrantes a Israel. El resarcimiento de los judíos del mundo libre estaría en el sentimiento de orgullo y de dignidad con que se beneficiarían, en que contarían con un foco de actividad pública judía, y en su vínculo con el símbolo vivo de la unidad del pueblo judío. Se comprende entonces que el liderazgo sionista del Estado de Israel comenzara a hablar en el lenguaje de Ajad-Haam sobre sus relaciones con el judaísmo del mundo libre. Creo que, de hecho, esa actitud significó el máximo acercamiento de un sistema de relaciones no sionista a un lenguaje tomado de la ideología sionista. La relación entre dos focos coexistentes fue descripta paradójicamente como un nexo entre un "centro" y una "periferia". Una conducción que había rechazado la concepción de Ajad-Haam mientras bregaba por erigir el Estado judío, terminó por apropiarse de dicha concepción en cuanto ese Estado estuvo en pie. Y esa dolorosa paradoja se completó con el hecho de que en la práctica, con la utilización del idioma ajad-haámico, se recurría a una metáfora vacía de todo contenido. Ciertamente, el surgimiento del Estado de Israel le confirió al judaísmo de la diáspora un sentimiento de orgullo y de dignidad, un símbolo de la unidad judía y un foco para su actividad. Pero, ¿acaso fue ése el sentido del concepto de "centro espiritual" en la doctrina de Ajad-Haam? ¿Acaso pensó Ajad-Haam en una actividad esencialmente económica y política? Ajad-Haam soñó con que el centro reclamaría de la periferia una vida judía más plena y en que la creación cultural del centro influiría fecundamente sobre la periferia. Y la sencilla verdad que se puso en descubierto al comparar la realidad anterior al Estado con la posterior a ella fue que la influencia espiritual sólo se da cuando la periferia queda directamente involucrada en la actividad del centro y es copartícipe de sus creaciones, mientras que la interrupción de esa coparticipación conduce dinámicante a una enajenación entre los conglomerados demasiado interesados en afirmar su respectiva independencia. Los síntomas de esa alienación están claros hoy en día. En Israel se da una tendencia de la población a autodefinirse israelí, y no judía, y en la diáspora echa raíces la ideología de "Babilonia" como centro de creación judía paralelo a "Jerusalem". Verdad es que esa enajenación desaparece repentinamente cada vez que surge una amenaza directa sobre la existencia del Estado de Israel, afirmándose entonces un sentimiento de mutua responsabilidad que rebasa todas las vallas.
La conclusión es bien simple: la premisa de que el Estado de Israel es un logro acabado del movimiento sionista fue demasiado apresurada. En Israel habita una parte demasiado pequeña del pueblo judío. La base demográfica y económica del Estado es todavía débil y éste no ha logrado aún su independencia numerosas tensiones originadas en el proceso de integración de la aliá, que está lejos de haber concluido, conmueven a la sociedad israelí; todavía no se ha creado un claro consenso sobre el carácter judío del Estado de Israel. Y la paz entre Israel y los árabes aún está distante. Por otro lado, también la diáspora está lejos de haber resuelto sus problemas. Hay sectores de ella por cuya salvación a través de una inmigración inmediata debemos seguir luchando, mientras otros sectores atraviesan un proceso de total asimilación cuya celeridad es pasmosa. Difícil es calificar a ese cuadro como concreción del ideal sionista. Por consiguiente, debemos asentar el sistema de relaciones patria-golá sobre una premisa totalmente opuesta: la obra no ha sido concluída y la ayuda es necesaria no solamente para robustecer lo alcanzado, sino para obtener la plena participación de la diáspora en la complementación de la infraestructura demográfica, social y cultural del Estado judío, para que éste pueda hacer frente con éxito a sus propios problemas y a los del pueblo judío todo. A ese fin, el judaísmo de la diáspora debe tomar parte en la tarea de plasmar la vida del Estado de Israel, para lo cual, en primer lugar, debe participar de la aliá al mismo. Y eso no significa un retorno simplista al esquema de pensamiento de Herzl y de sus sucesores. Creo que el análisis precedente ha demostrado que ambos sistemas de pensamiento que se enfrentaron en la teoría sionista adolecieron de unilateralidad y de falta de realismo en cuanto a cierto aspecto de la experiencia histórica. En la golá del mundo libre se da un acelerado y peligroso proceso de dilución que impide predecirle un futuro seguro. Pero esa diáspora debe subsistir por un tiempo largo y, para ello, para poder ser la fuente de la construcción de Eretz Israel, la diáspora debe fortalecer sus instituciones e intensificar su creación espiritual agotando todo elemento positivo que pueda contribuir a ese fin. Entre este aserto y el que precede no hay una contradicción insalvable. Todo lo contrario. Se trata de mutuos complementos. Verdad es que siempre se dará una tensión de hecho entre la satisfacción de las necesidades de la diáspora y la construcción de la patria.
Pero básicamente, existe un estrecho nexo entre la autoconstrucción de la diáspora y la ampliación de su participación en la edificación de Eretz Israel. En ese sentido, me parece que la doctrina de A. D. Gordon es la más profunda y la más fecunda. Sólo que ella necesita ser completada con el aporte de cauchos elementos ciertos que se fueron acumulando en el pensamiento sionista hasta el presente, y actualizada en base a la detallada evolución de la situación del pueblo judío en el día de hoy. Y es sobre la base de un sustrato de pensamiento bilateral y realista, que aspira a mantener la golá y a hacerla participar activamente de la edificación de la patria, que cabe planificar los medios organizativos y las vías de realización.
[1] Golá, galut -literalmente exilio, destierro-. Aplícase a la dispersión o diáspora del pueblo judío. Aunque diáspora se traduce más exactamente como tfutzá.
[2] Eliezer Schweid es uno de los más destacados profesores de filosofía judía en la Universidad Hebrea de Jerusalén
Tomado de: Dispersión y Unidad Número 24/25 - Reseñas y ensayos sobre los problemas contemporáneos del pueblo judío.
Publicado por el Departamento de Organización e Información de la Organización Sionista Mundial, Jerusalén.
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