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Friday, 27 February 2009

EL HOLOCAUSTO, UNA HISTORIA HUMANA

Los israelíes y la Shoá

EL HOLOCAUSTO, UNA HISTORIA HUMANA

Por MARCELO KISILEVSKI - JERUSALEM

En la explanada principal de Iad Vashem, el Museo del Holocausto en Jerusalem, se erigen dos estatuas. Una, la más impresionante, es “A los combatientes del Gueto de Varsovia”. La otra, a la derecha del visitante, es un bajo relieve: “El camino final”. Las dos fueron hechas por Natán Rapaport en 1976. En la primera, la figura míticamente heroica de Mordejai Anilevich, líder de la principal revuelta contra los nazis, se eleva fuerte como un dios griego mirando hacia un horizonte de esperanza. A su alrededor, sus hombres y mujeres, luchando con él, heroicos e inquebrantables. En la segunda estatua, un bajo relieve sin mayor brillo, la gente común –un rabino, una mujer embarazada, niños, hombres acabados- marchan sin remedio hacia la muerte… “como ovejas al matadero”.
Se trata, sin duda, de estatuas de época. Si hoy hubiera que diseñar el lugar de recordación del Holocausto, probablemente las estatuas no serían dos, y el nombre del día de la recordación, fijado justamente para el día en que comenzó la gesta heroica en Varsovia, no sería doble: en Israel se llama “Día del Holocausto y el Heroísmo”.
El por qué de esta dicotomía –Holocausto por un lado, heroísmo por otro- hay que verlo en el diseño de la memoria colectiva. No es secreto que cuando un pueblo mira su historia se está contemplando a sí mismo. Esto es particularmente así en el caso de los israelíes y la Shoá.
La sociedad del Ishuv, la comunidad judía en Palestina en la época del mandato, acababa de transformarse en el Estado de Israel, era una sociedad en formación y necesitaba rápido, con urgencia, mitos fundacionales. Vino en su ayuda la Guerra de Liberación, en 1948, el milagro del triunfo de los pocos contra los muchos. Mientras tanto, lo que había pasado en Europa los llenaba de perplejidad. En palabras criollas, no sabían “cómo comer” esa gran hecatombe, en la que el Ishuv no había podido hacer demasiado: apenas una Brigada Judía en el ejército inglés, 1.500 soldados hebreos que pelearon un poco en Italia al final de la guerra, una fracasada expedición de paracaidistas cuya muerta más famosa es la poetiza Jana Szenesh, y casi nada más.
Pero ese Ishuv estaba formado por judíos deseosos de transformarse en otro mito, el mito del “tzabra”, el nuevo judío, el que empuña un rifle en una mano y una asada en la otra, el que no se agacha ante el poder, el que pelea contra las injusticias, el que ama a los niños, cultiva su tierra, está quemado por el sol y danza rikudim alrededor de la fogata por las noches. La contraposición estaba a mano: ya no somos ese judío pálido de Polonia, debilucho, que se deja arrancar la barba por los cosacos o por los nazis, el que se deja quemar las sinagogas, el que se deja masacrar en pogromes.
Era natural, entonces, que el Holocausto, con sus judíos de shtetl, de pequeña aldea, y con su frase arquetípica, “como ovejas al matadero”, no fuera solamente eso sino: “aquello que nosostros no somos”. Y era natural, también, que el levantamiento del Gueto de Varsovia fuera adoptado por los israelíes como si fuera una gesta propia: “el heroísmo es eso que sí somos”.
No por nada los sobrevivientes del Holocausto fueron recibidos, una vez creado el estado y abiertas las puertas de los campos de refugiados de la guerra, con resquemor, incluso con odio. Los llamaban “jabones”, los niños sobrevivientes eran maltratados por sus compañeros y los grandes muchas veces tildados de locos: no podían entender que se abalanzaran en el supermercado sobre la comida, o que en pleno verano anduvieran con mangas largas en la playa: estaban ocultando, con vergüenza, un número tatuado en el brazo…
Dijo por entonces David Ben Gurión, refiriéndose a ellos: “Se han olvidado cómo ser personas, son cobardes y mezquinos. Deberemos darles una reeducación desde el principio. Son sub-humanos”. Es que junto a su propia culpa por haber sobrevivido, dejando atrás a toda su familia, los israelíes los culpaban a ellos: ¿qué hiciste para sobrevivir? ¿A quién vendiste? ¿Cómo sobornaste? Todo esto, claro está, dicho desde esa posición de superioridar moral inmaculada que encarnaba el “tzabra”. Así se crió aquí una generación de sobrevivientes que callaron o de aquellos que hablaron sin ser escuchados, y de sus hijos que aprendieron sobre el Holocausto en la escuela, porque en casa no se hablaba.

EL VIRAJE DEL JUICIO A EICHMANN

Sólo el juicio a Adolph Eichmann, en 1961, abrió las compuertas del entendimiento. Capturado por agentes del Mossad en la Argentina, donde había encontrado refugio, su juicio sirvió como catarsis para toda la sociedad israelí. El fiscal, Haussner, se preocupó, a la hora de diseñar los testimonios, por que el juicio fuera contra todo el hecho del Holocausto, por más que los mismos no tuvieran relación directa con quien fuera encargado de coordinar todas las deportaciones a los campos de concentración y de exterminio.
Allí se escuchó por varias semanas, todo: la discriminación, la emigración forzada, luego el gueto, la deshumanización, la injusticia, el hambre como compañero eterno; luego la deportación, el tren insoportable, organizado por Eichmann con tanta precisión, el campo de concentración con su destino de muerte. La imposibilidad de rebelarse, la debilidad, la impotencia, el miedo, los niños y su muerte rápida, el azar de la propia salvación. Los israelíes escuchaban en masa, anonadados, una historia que apenas conocían. Empezaban a entender, y a comprender a los sobrevivientes. Fue el gran viraje, el gran reencuentro.
El Holocausto se convirtió en patrimonio cultural de la sociedad israelí, y en parte inseparable y constituyente de su identidad. En todos lados se fundaron museos, muchas calles fueron bautizadas con nombres relacionados: Gueto de Lodz, Gueto de Vilna. Se escribieron y cantaron canciones de recordación, brotaron los libros de memorias. Así se comercializó un tanto la recordación de la Shoá, al pasar a ser parte del mercado cultural local. Iad Vashem, fundado apenas unos años antes, está construido junto al Monte Herzl, donde está enterrado el visionario del estado y que es el cementerio militar símbolo de la creación misma del Estado de Israel. Como si con esa cercanía se estableciera una ligazón íntima entre un acontecimiento y otro. “Del Holocausto a la Redención” fue un modo de ilustrar la transición.
Pero muchos seguían separando entre muerte pasiva y heroísmo. Comprendían mejor a las víctimas y las abrazaban, pero se felicitaban por el hecho de haber descubierto que en el Holocausto, en realidad, había habido más levantamientos, no solamente en Varsovia. En otros guetos también se habían rebelado e incluso había habido un intento en el propio Auschwitz: no todos habían marchado “como ovejas al matadero”. Es decir, el valor seguía siendo casi el mismo. La Guerra de los Seis Días acentuó la conciencia de que los israelíes eran invencibles, super-hombres, y que, por lo tanto, un Holocausto no les habría podido suceder a ellos.
Pero entonces vino la Guerra del Día del Perdón en 1973. El avance inicial, sorpresivo, de los ejércitos árabes hizo cundir el pánico y en todo Israel se habló de una nueva Shoá. Fue la primera vez que el encuentro con las víctimas y sobrevivientes del Holocausto cobró una dimensión afectiva: sentían la muerte masiva acercarse y amenazarlos en su propia carne.

CUANDO EL MIEDO TAMBIEN ES HUMANO

El proceso siguió con la paulatina normalización de la sociedad israelí, al verse asegurada su existencia. La Guerra del Líbano, en 1982, fue la primera en la que por lo menos la mitad de la sociedad israelí opinó que no era una “guerra por la supervivencia”, una guerra existencial, sino una “guerra de opción”, en la que Israel podía haber elegido no pelear. No solamente el valor del heroísmo comenzaba a agrietarse, sino también el del propio “tzabra”, que había convertido a los “nuevos judíos” en parte de una sociedad casi espartana, donde era una vergüenza no servir en el ejército, y en la que la emigración, natural en todo país, aquí llamada “ieridá” (descenso) en contraposición con “aliá” (ascenso), era mirada con ojos de ignominia.
Y en la Guerra del Golfo, en 1991, se completa el círculo: los israelíes, los “tzabras”, se ven a sí mismos en peligro de morir, sin que puedan hacer nada por evitarlo, nada menos que gaseados. Exactamente igual que aquellos a los que alguna vez habían calificado de “ovejas”. La imposibilidad geopolítica de reaccionar a los misiles Scud lanzados hacia las ciudades israelíes por Sadam Hussein, junto con aquellas inútiles máscaras de gas y los cuartos sellados, reencontraron para siempre a los israelíes con las víctimas peor martirizadas del Holocausto. Muchos israelíes residentes de Haifa y Tel Aviv huyeron literalmente a Jerusalem y a la veraniega Eilat, donde los misiles no caían. Fueron tranquilamente filmados y entrevistados por la televisión, sin ningún viso de vergüenza. Se estaban salvando ellos y a sus hijos. Tal como lo hicieron todos en Europa, tal como lo hicieron aquellos que se salvaron y que llegaron a Israel luego del ’48. Efecto de la normalización de la sociedad pero también del posmodernismo, ya no fue ni es una vergüenza en Israel buscar el propio bienestar, incluso al precio de abandonar el terruño.
Hoy en día en Israel todos los valores conviven. Con la caída del Muro de Berlín comenzaron, en los años ’90, los viajes a Polonia. Cientos de jóvenes judíos de todo el mundo realizan la Marcha por la Vida, recorriendo los guetos y los campos de concentración, y reproduciendo la “marcha de la muerte” entre Auschwitz y Birkenau. Allí conmemoran Iom Hashoá Vehaguevurá, el Día del Holocausto y el Heroísmo. Como el mito, mito es, el viaje termina en Israel, donde los jóvenes festejan juntos, reunidos desde todas las diásporas, Iom Haatzmaut, el Día de la Independencia de Israel, cerrando el círculo épico del pueblo judío.
Los alumnos secundarios israelíes también participan de este viaje a Polonia. Cuando se les pregunta sobre las lecciones que nos deja el Holocausto, las respuestas muchas veces tienen que ver con la necesidad de fortalecer el estado, con el orgullo de haber hecho flamear una bandera israelí en Auschwitz, con el antisemitismo como persecución eterna, y lo que traen de vuelta es una mayor motivación para integrar unidades de combate en el ejército. Los valores como democracia, derechos humanos, tolerancia, reconocimiento del otro, son lecciones a las que los israelíes, lamentablemente, deben llegar por sus propios medios, no siempre con éxito. Por eso continúa aquí el debate sobre el valor y la necesidad de los viajes a Polonia.
Lo cierto es que en Iad Vashem se ha cambiado la concepción educativa en cuanto a la enseñanza y la visión de la Shoá. La recordación del Holocausto en general va remontando vuelo a lo largo de los años en todo el mundo, como lo prueba la película “La lista de Schindler” vista por 350 millones de personas en todo el mundo, o el nuevo Museo en Washington: todo espectacular, bien a la americana. También en Iad Vashem deben ponerse a tono, y además de los nuevos sitios dentro del predio, se está construyendo un nuevo museo histórico. Pero no sólo para “competir”, sino para dar lugar a la nueva concepción.
El viejo museo, aún en funciones, comienza su relato del Holocausto con el ascenso del nazismo y las primeras políticas antijudías. El comienzo de la muerte. El nuevo museo comenzará por la vida, por recordar a las comunidades que vivieron antes del Holocausto. Si el viejo Iad Vashem se centraba en como murieron las víctimas, el nuevo se centrará en cómo vivieron.

TODOS FUERON HEROES

Y también en que todos, los que perecieron y los que sobrevivieron, los que lucharon con armas y los que no, fueron “héroes”. El sólo tratar de sobrevivir, tratando de mantener en todo lo posible una vida con semblante humano, era un acto de heroísmo monumental. No sólo era heroico salir al bosque a luchar como partisano. Eso, a veces, era incluso lo más fácil para aquellos jóvenes que no tenían una familia que dependiera de ellos. Porque era también un héroe aquel que intentaba entregar un hijo al vecino cristiano para que se salve. Lo era ese padre que hacía la circuncisión a su bebé en el gueto, sabiendo que su muerte era lo más probable. Lo era la maestra que, transgrediendo las órdenes de las SS, enseñaba hebreo a los niños, arriesgándose directamente a morir.
Se trataba de Kidush Hajaím, la “santificación de la vida”, por contraposición a Kidush Hashem, la muerte por la santificación de Dios. Es la diferencia entre el antisemitismo medieval y el antisemitismo moderno. En el medieval, de base religiosa, encarnado en la Inquisición, bastaba con convertirse al cristianismo (y no seguir practicando el judaísmo en secreto) para salvarse. En cambio, en el antisemitismo moderno, de base biológica y racial, no había escape: el judaísmo se llevaba en la sangre aunque fuera uno un asimilado. Por eso, muchos judíos murieron en la Inquisición, resistiéndose a entregar el alma, “Al Kidush Hashem”. Por eso, los judíos se resistían a morir en el Holocausto, “Al Kidush Hajaím”. Y ése era su heroísmo.
No se trata de una teoría a posteriori, elaborada en la década del noventa gracias a la saludable evolución de la sociedad israelí. El concepto, más bien, se le atribuye al rabino Nisenboim del gueto de Varsovia, quien predicó y escribió lo siguiente: “Esta es la hora de Kidush Hajaím, y no de Kidush Hashem por medio de la muerte. Antes nuestros enemigos nos exigían nuestra alma y el judío sacrificaba su alma Al Kidush Hashem; ahora el opresor exige el cuerpo judío y es obligación de todo judío defenderlo, conservar la vida”. De ahí, entre otras cosas, la relativamente baja tasa de suicidios durante el Holocausto.
La vida, más que la muerte, es lo que comenzamos a recordar en el Holocausto. No es casual que una capacitación de guías en Iad Vashem, por ejemplo, comience por contar la historia del jasidismo, y de toda la riquísima vida judía que existió en Europa antes del desastre, en lugar de por las leyes de Nürenberg.
Se trata también de humanizar a los seis millones, ponerles nombre y apellido. Las visitas al museo comienzan por la vida de Uziel Spiegel, de dos años, que llegó a Auschwitz en brazos de sus padres Abraham y Dita, que sobrevivieron y donaron un lugar de recordación de todos los niños que perecieron. Siguen con Jana, la niña de cinco años, salvada un momento antes de caer de un balazo en el pozo de Ponar. Recordamos a Sofía Buchakowska, su salvadora polaca. Stanislav, su esposo, temeroso de lo que hacía su mujer, trató de disuadirla. Le simpatizaba la idea de salvar a una niña, pero no lo entusiasmaba: temía más el castigo. Recuerda, le dijo, que tenemos más de un vecino que estará gustoso de entregarnos a los perros si se entera. Y tenemos una vida, y una familia, responsabilidades. Los que salvaron también tienen un rostro humano. El cómo llega alguien a salvar es tan humanamente complejo como aquel que decide ser testigo mudo, a veces indiferente. También es humana –no animal, no demente- la forma en que se llega a ser asesino, desde aquel joven soldado que quiere servir a su país y gustar a las mujeres, para acabar baleando judíos en Polonia, hasta aquel burócrata que firma la salida de los trenes a Auschwitz. Si él no lo hace, otro burócrata será puesto en su lugar, y él necesita mantener a su familia. El conductor de uno de los trenes de la muerte se disculpaba: “Cuando algunos judíos se escapaban saltando del tren, yo no les disparaba”.
El estudio del Holocausto es hoy el estudio del alma humana y sus dilemas. Un padre judío se dirigió al rabino en Aushwitz, le dijo: “Rabino, he visto el nombre de mi hijo en la lista de los destinados a los gases. Yo puedo sacarlo de la lista”. El rabino lo miró perplejo: “Entonces hazlo, qué esperas”. “Sí”, respondió el hombre. “Pero sé que si lo hago, alguien será puesto en su lugar. Estaré mandando alguien a morir”. El rabino no respondió. No cabe duda que hubo padres que salvaron así a sus hijos, pero el dilema moral es inmenso. Tampoco son casuales los sentimientos de culpa de muchos sobrevivientes. Pero si queremos entender de qué se trata, deberemos dejar el juicio moral a un lado.
Katzetnik, el escritor sobreviviente de Auschwitz con cuyos relatos infantiles creció una generación de israelíes, habló en el juicio a Eichmann del “Planeta Aushwitz” para luego caer desmayado en plena corte. Un par de décadas más tarde se desdijo en una entrevista televisiva. Contó que había soñado, en medio de su tratamiento psiquiátrico, consigo mismo vestido con uniforme de las SS. Concluyó que “Auschwitz no fue otro planeta. Ocurrió aquí. Y no fue hecho por gente inhumana, ni por lunáticos. Fue perpetrado por hombres corrientes de carne y hueso, como usted y como yo. Fue un hecho humano que puede volver a ocurrir”.

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